En la cueva de Greccio (Es una pequeña localidad situada en el valle de Rieti,
en Umbría, no muy lejos de Roma ) se encontraban aquella Nochebuena, conforme a
la indicación de san Francisco de Asis, el buey y el asno: «Quisiera
evocar con todo realismo el recuerdo del niño, tal y como nació en Belén, y
todas las penalidades que tuvo que soportar en su niñez. Quisiera ver con mis
ojos corporales cómo yació en un pesebre y durmió sobre el heno, entre un buey
y un asno».
Desde entonces, el buey y el asno forman parte de toda representación del
pesebre. Pero, ¿de dónde proceden en realidad? Como es sabido, los relatos
navideños del Nuevo Testamento no cuentan nada de ellos. Si tratamos de aclarar
esta pregunta, tropezamos con uno hechos importantes para los usos y
tradiciones navideños, y también, incluso, para la piedad navideña y pascual de
la Iglesia en la liturgia y las costumbres populares.
Quien no conoció fue Herodes: no sólo no entendió nada cuando le hablaron del Niño, sino que sólo quedó cegado todavía más profundamente por su ambición de poder y la manía persecutoria que le acompañaba.
Quien
no conoció fue, «con él, toda Jerusalén». Quienes no conocieron fueron
los hombres elegantemente vestidos, la gente refinada. Quienes no conocieron
fueron los señores instruidos, los expertos bíblicos, los especialistas de la
exégesis escriturística, que desde luego conocían perfectamente el pasaje
bíblico correcto, pero, pese a todo, no comprendieron nada.
Quienes conocieron fueron
–comparados a estas personas de renombre– bueyes y asnos: los pastores, los
magos, María y José. ¿Podía ser de otro modo? En el portal, donde está el Niño
Jesús, no se encuentran a gusto las gentes refinadas, sino el buey y el asno.
Ahora bien, ¿qué hay de nosotros? ¿Estamos
tan alejados del portal porque somos demasiado refinados y demasiado listos?
¿No nos enredamos también en eruditas exégesis bíblicas, en pruebas de la
inautenticidad o autenticidad del lugar histórico, hasta el punto de que
estamos ciegos para el Niño como tal y no nos enteramos de nada de Él? ¿No
estamos también demasiado en Jerusalén, en el palacio, encastillados en
nosotros mismos, en nuestra arbitrariedad, en nuestro miedo a la persecución,
como para poder oír por la noche la voz del ángel, e ir a adorar?
De esta manera, los rostros del buey y el asno nos miran esta noche y nos hacen
una pregunta: Mi pueblo no entiende, ¿comprendes tú la voz del Señor? Cuando
ponemos las familiares figuras en el nacimiento, debiéramos pedir a Dios que dé
a nuestro corazón la sencillez que en el Niño descubre al Señor –como una vez
San Francisco en Greccio–. Entonces podría sucedernos también –de forma muy
semejante a san Lucas cuando habla sobre los pastores de la primera
Nochebuena–: todos volvieron a casa llenos de alegría.
Por: Joseph Ratzinger
Fuente: Catholic.net






