¿De verdad ser bueno es lo más importante? A veces me descubro en mi pobreza alentando mi deseo de ser casi más grande que Dios...
![]() |
© bbevren / Shutterstock |
En Navidad dejo de pensar solo en
mí, en lo que a mí me angustia y quita la paz. Dejo de pensar sólo en mis
problemas. Quizás no encuentro hoy las palabras para vivir con paz en la
tierra.
El otro día leí una frase que movió
mi alma:
«Para que te ocupes de lo que realmente importa en la vida».
Lo que importa es estar cerca
Pienso en las cosas pequeñas que de verdad importan. ¿Qué es lo
que realmente importa en mi vida al arrodillarme en estos días delante del
Nacimiento del Señor?
Viene Dios a hacerse hombre entre mis brazos, pequeño, humano,
frágil. ¡Qué curioso! Un Dios frágil. Cuando yo
pierdo tanto tiempo en querer ser como Dios.
Quiero hacerlo todo bien, llegar a todo y a todos, ser perfecto. Y
siento que pierdo el tiempo en cosas poco importantes.
Vivo compitiendo con competidores que imagino en mi propio
corazón. Parece que intento hacerlo todo mejor que otros. ¿Es eso realmente lo
importante?
Quiero que valoren mi esfuerzo, mi sacrificio, mi vida entregada
como ofrenda. Que vean todo lo que hago y aplaudan ante mis ojos. Y si no lo
hacen, y si otros son mejor vistos o más valorados y tomados en cuenta que yo,
entonces sufro sintiendo que soy poco valioso.
¿Hay que hacerlo todo bien?
¡Cuánta pobreza hay en mi corazón! La
angustia se apodera de mi alma y la tristeza. Me molesta que otros copien mis
ideas. Que otros triunfen donde yo fracaso. ¿Es todo eso lo que realmente
importa en esta vida que quiere ser habitada por Dios?
Vivo tratando de cumplir, de hacer lo
que corresponde. Mi orgullo es tan poderoso, mi amor propio… Yo
intento cumplir para demostrarme algo quizás, no lo sé. Veo que a otros que no
lo hacen todo bien les va mejor que a mí.
Decía el padre José Kentenich que el amor de Dios puede lograr
milagros en mí:
«Él nos regala gusto por ser
buenos, alegría en ser buenos».
Muchas veces he creído que ser bueno era un deber, una obligación,
pero nunca un placer. Veía que hacer el bien era dejar a mi hermano el mejor
regalo, u ocultarme yo para que él brillara, o ceder en mis planes aceptando
los de los otros. Hacía el bien y era bueno.
Y a veces me rebelaba contra esa aparente injusticia. Bueno para
ceder, para sacrificarme. Era lo que Dios siempre esperaba de mí. Eso creía.
El problema no es el bien que hago, sino la actitud de mi alma al
hacerlo. ¿Dónde está mi orgullo? El orgullo de querer hacerlo todo bien. Como
un deber grabado en la piel.
¿La grandeza es lo que quiero?
Ahora me detengo ante Dios hecho hombre, niño y quiero aprender a
ver que hacer
el bien y ser bueno es un gusto, una alegría, más que una obligación.
Quiero ser bueno y no competir en ese ser bueno y hacer el bien. A
veces creo que quería ser bueno para ser mejor que otros, o incluso ser el
mejor. Siento que en esos casos me he equivocado.
No hay que ser mejor en nada en la vida, basta con ser bueno. El
tenista Rafael Nadal decía:
«Me gustaría que me recordasen como
una buena persona».
Basta con bueno para ser feliz, eso me va quedando claro. O más
aún, creo que sólo seré feliz si soy mejor persona, mejor padre, mejor
hijo, mejor trabajador. No el mejor en todo lo que hago,
ni el más inteligente, ni el más capaz.
¡Soy pequeño!
¿De verdad ser bueno es lo más importante? El mundo con sus
pasiones, con sus modas, con sus cantos de sirena, sigue despertando al hombre
herido que llevo dentro. Ese hombre que busca la aprobación del mundo en todo
lo que hace. Y quiere que el mundo se arrodille a sus pies.
¡Cuánta vanidad en mis gestos,
en mis palabras! ¿Cómo lograré ser más humilde esta Navidad?
A veces me descubro en mi pobreza alentando mi deseo de ser casi más grande que
Dios.
Se me olvida que soy pequeño, un niño desvalido, un hombre herido. Sólo necesito
ser hijo necesitado, ser pobre, ser pequeño delante de este Nacimiento en
el que Dios se hace carne de mi carne.
No viene Dios mostrando su poder, sino su indefensión. Será que me está
mostrando un camino. No tengo que ser el más grande, ni el mejor. Sólo la
aceptación de mi pobreza es lo que me acerca a Dios.
De rodillas ante Jesús renuevo mi deseo de ser simplemente bueno
esta Navidad. No el mejor, sólo bueno. Y eso ya es mucho. Y alegrarme en esa
bondad que es un don de Dios inmenso, un don, no un deber. Algo que se me da
como un regalo, no algo que conquisto.
Esta Navidad acepto la bondad de los que me aman más de lo que yo
puedo demostrarles. No estoy en deuda con ellos. Todo es gratuidad. Y esa bondad
humana que se me regala, se convierte en un alimento que saca lo mejor de mí.
Carlos Padilla Esteban
Fuente: Aleteia