No quiero quedarme en teorías sobre Dios que no me enamoran ni en formalismos, ni en pietismos que me quitan la alegría, ni en cumplimientos fríos que me sacan de mi centro
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Quiero
ver el rostro de Dios, siempre lo he querido. Quiero ver a Jesús. No sé por qué
siento tantas ganas de conocer su rostro. ¿Cómo serán sus ojos y su sonrisa? ¿Y
sus manos y sus pies con sandalias? ¿Cómo será su pelo y su forma de abrazar?
Tendría
un rostro único. Pero yo quiero verlo, no sé por qué. Quiero
encontrarme con Él y llorar. Sí, que las lágrimas caigan
en ese encuentro. La emoción de verlo, de amarlo en su carne. En su aspecto
único amable, misericordioso, afable, lleno de luz.
Quiero
ver el rostro de Jesús. Quiero ver sus pasos, oír sus palabras, acariciar su
piel. Me gustaría estar escuchando y queriendo ver su rostro.
Mirar y tocar
No sé
por qué tengo esta necesidad. O quizás sí lo sé. No tengo un alma a la que le
guste la filosofía. Me disgustan las teorías y las ideas desencarnadas.
No sé cómo, pero yo vivo en presente, tocando la piedra que pisan
mis pies, explotando al máximo la amplitud de mi mirada, de mi abrazo, de mi
sueño.
No me conformo con ideas vagas que no emocionan mi alma. Me gusta el
rostro y el aspecto de aquel a quien amo. Amo a un Jesús
humano que tiene rostro, mirada, sueños.
«Cristo, en los días de su vida
mortal, a gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas al que podía
salvarlo de la muerte, cuando en su angustia fue escuchado».
Dios humano
Un
Jesús que lloró en el huerto de los olivos. Porque temía el dolor y la muerte,
la pérdida y la ausencia. Porque era humano y tenía rostro
y lágrimas.
No tengo que imaginármelo porque era humano como lo soy yo, era
hombre:
«Ahora mi alma está agitada y, ¿qué
diré?: Padre, líbrame de esta hora. Pero si por esto he venido, para esta
hora».
Eso me emociona siempre. Un Jesús que llora, y sufre una pena
honda, y un dolor profundo. Y suplica entonces a su Padre con su sangre, con
toda esa sangre que quiso derramar por mí, por los hombres. Quiso hacerlo para
que yo tuviera vida eterna en mis venas y una esperanza que no muriera nunca.
Un rostro para siempre
Jesús
me mira con sus ojos llenos de pena y me dice que no tema. Porque la vida
es corta pero es eterna. Y el rostro es concreto y es para
siempre.
Tal vez por eso quiero encontrarme con su rostro. Por eso Jesús me
pidió un día que me escondiera en su costado abierto, en la grieta del pan
partido en cada eucaristía, en el silencio sagrado de esa consagración que yo
renuevo como un niño en cada misa.
Quiso que me escondiera ahí callado, guardando mis lágrimas y
esperando mi momento. Algún día, lo sé, seguro que vendrá a mí y me dejará ver
al menos su espalda, o tal vez su rostro, uno nunca sabe.
Sueño con esa verdad de Dios que quiero conocer con mi mirada, con
mis manos que todo lo tocan, con mi espíritu que quiere descansar en
su costado abierto.
Esa verdad es la que se despliega ante mi mirada cada vez que
aguardo callado a que venga.
Abrazar a Jesús
No
quiero quedarme en teorías sobre Dios que no me enamoran. Ni en formalismos, ni
en pietismos que me quitan la alegría, ni en cumplimientos fríos que me sacan
de mi centro.
Quiero conocerlo a Él, tocarlo, abrazarlo, arrodillarme ante Él
como un niño abandonado que ha encontrado a fin su hogar. Quiero buscarlo en
esta Cuaresma que se precipita en la Semana Santa animándome a vivir con Jesús
cada uno de esos días santos. Y entonces se hará realidad lo que hoy escucho:
«Y cuando yo sea elevado sobre la
tierra, atraeré a todos hacia mí».
Me atrae con fuerza su rostro
ensangrentado a punto de morir. Su sonrisa triste desde la puerta que lleva a
la muerte, a la vida. Sus palabras dichas en un último suspiro
haciéndome comprender lo verdaderamente importante.
No son ideas
Malgasto tantas veces mi tiempo en tonterías sin importancia. Le
doy valor a formalidades por encima de la vida, del amor, del hombre. Me pierdo
en disquisiciones teóricas que no me llevan a ninguna parte.
Sueño con unas ideas que son ajenas a la vida concreta de cada
día. Mi vida llena de rostros amables y crueles, distantes y alegres, tristes y
llenos de esperanza.
Mi vida no es la de las ideas y las
teorías. Ni siquiera es mi vida una vida llena de palabras dichas o
escritas. Las palabras se las lleva el viento. Aunque en ocasiones pueden crear
vida.
Por eso escribo, porque creo en el poder de las palabras para
darle forma a la vida, al rostro de Jesús que se detiene ante mis ojos y me
invita a seguirlo a Él, no sus ideas, sino a Él que ha venido a
salvarme de todos mis miedos.
Carlos
Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia






