Miro alegre lo que hay, y no pienso en lo que debiera haber, no espero de la vida lo que no puede darme...
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Tatyana Soares | Shutterstock |
Es difícil. Me obsesiono con las cosas que deseo y me
dejo llevar por mis fijaciones.
¿Cómo puedo alterar el ritmo al que el tiempo avanza cada día?
Tengo prisa por
llegar a la meta y alcanzar los sueños.
En esta vida tener demasiada prisa no es bueno porque me tensiona.
Tengo claro que todo llega a su tiempo, cuando tiene que ser. Como
la planta que crece al ritmo del agua y del sol.
A su tiempo, sin prisas. Sin que yo pueda acelerar su crecimiento
desde dentro hacia fuera, desde el interior a la superficie, desde lo hondo a
las alturas. Sin que pueda forzar al capullo para poder ver la flor.
¿Dónde pongo mi confianza?
Me
abismo en mis miedos queriendo que todo suceda como
yo espero.
He puesto mi confianza en mis
fuerzas, pensando que soy yo el que puede lograrlo todo y alcanzar las
metas.
Y me asusta que no se arreglen los problemas y
la vida no sea como tengo planeado. Y me altero.
Tengo que respirar con calma mientras me aferro al presente. No
quiero angustiarme por aquello que no depende de mí y no controlo.
Me gustaría que fueran las cosas diferentes. Que las aguas
tuvieran otro ritmo. Es como cuando el tiempo amenaza lluvia y yo no puedo
hacer nada para detener las nubes.
La
paciencia es un regalo
¿La paciencia es un don que viene del cielo? Eso espero,
por eso lo pido.
Pido ser paciente conmigo mismo, con mis ritmos, con mis talentos
y defectos. Paciente al ver que mis imperfecciones complican el ritmo de la
vida.
Y soy yo un obstáculo que no deja que funcionen las cosas.
Paciencia al ver cómo soy yo en mis límites.
No me quiero alterar. Quiero perdonar mi pobreza. Sueño con otros
tiempos y con otras metas.
Miro a mi prójimo y veo también sus límites. Veo que no es como yo
deseo y me impaciento.
Le pido peras al olmo, como dice el dicho. Espero frutos que la
persona no me puede dar.
Y me impaciento cuando no se cumple lo que deseo. Como si yo
pudiera cambiar a las personas y acelerar sus ritmos sólo con mi deseo. Eso no
sucede.
Quien
ama es paciente
Deseo
tener la
paciencia de Dios. Él espera que la vida cumpla sus
ritmos. No se altera, no se enoja con el mundo, ni conmigo.
No vive pidiéndole al hombre lo que no le puede dar. Quisiera
poseer la
paciencia del que ama. Comenta el padre José Kentenich:
«Los
educadores son personas que aman y no pueden dejar de amar, y las personas que
padecen este estancamiento de los afectos nos dan la ocasión de obrar como el
buen samaritano y verter bálsamo sobre sus llagas. Hace falta, además, mucha
paciencia, porque ellas se sienten inhibidas ante todo afecto humano«.
Herbert King Nº 3
El mundo de los vínculos personales
Es la paciencia del padre que cuida
a su hijo en la enfermedad. La paciencia del educador que sabe que los procesos
interiores son lentos y profundos.
La paciencia de ese Dios de mi vida que me mira como lo hace el
buen samaritano. Se detiene, observa y cura mis heridas. Decía el Cura de Ars:
«La
paciencia de Dios nos aguarda».
Pienso en la paciencia del buen samaritano que se detiene al borde
del camino para atender al más herido, a aquel al que todos desprecian.
Todo
llega
Sé
que la paciencia es un don que pido todos los días y no me llega. Me impaciento
con el amigo importuno que golpea mi puerta una y otra vez.
Me pongo nervioso con el que hace las cosas a otro ritmo. No llega
lo que deseo y me canso de esperar en mi impaciencia.
Al final todo llega, a su tiempo, cada día tiene su afán.
El árbol crece a ritmo de años. Y esa planta que parecía muerta
después de las heladas cobra vida a ritmo muy lento y pausado.
Me gusta pensar en los planes de Dios que no son los míos,
porque no me pertenecen. Son suyos.
Me adapto a su ritmo.
En ocasiones esperar una hora me parece mucho, un día entero
demasiado. Un mes es una inmensidad y un año parece eterno.
Pero no hay plazo que no se cumpla, todo llega.
Sin
prisas, sin tiempo
Para Dios diez años
son un día, una sombra que pasa. En Él no hay tiempo, ni prisas, ni
plazos que cumplir.
Y esa forma de medir
la vida me gusta más que mi ritmo agitado e inquieto.
Vivo buscando que las
cosas se adapten a mí, igual que las personas, en lugar de pensar que soy
yo el que tiene que adaptarse a la realidad para no vivir triste y desesperado.
No llevo cuentas del
mal que recibo ni de las promesas incumplidas. Me contento con poco, eso que
sucede es lo que deseo.
Miro alegre lo que
hay, y no pienso en lo que debiera haber. No espero de la vida lo que no puede darme. Ni
de las personas lo que no les he pedido.
Aguardo paciente al
final del día a que todo suceda según los deseos de Dios, no según los
míos.
Y beso agradecido la
vida como es sin querer que todo sea diferente.
Amanezco cada mañana
soñando con la noche. Y me acuesto cada noche soñando con el día. Así
de sencillo, sin prisas, sin agobios, sin muchas pretensiones.
Carlos Padilla Esteban
Fuente: Aleteia