Un exigente ejercicio espiritual que no todos se atreven a hacer
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Con
Dios quiero ser directo y sincero. Decirle las cosas tal como las siento.
Cuando esté enfadado gritárselo a la cara. Cuando tenga miedo
decirle que sin Él nada puedo y que me hace falta para poder caminar.
Cuando me duela la ausencia de los que amo, decirle que es
injusto, que los necesito, que no me los quite, que me los devuelva.
Cuando me hiera la soledad abrazarme a su rostro suplicándole su
compañía, su amor, su mirada.
Así quiero ser con Él y no guardarme nada. Y es
que yo prefiero a las personas directas que me dicen a la cara lo que sienten,
lo que les falta, lo que necesitan.
Mejor ser transparente
Me gustan los que no se andan con rodeos para decirlo todo de
forma clara y llaman a las cosas por su nombre.
Me gustan aquellos que no ocultan nada detrás de su sonrisa
complaciente. Amo sus gritos cuando son veraces. Me gustan sus sonrisas cuando
son ciertas.
Sé que no guardan un as debajo de la manga y no ocultan lo que de
verdad piensan, son transparentes.
Me gusta la asertividad de aquellos a los que amo. Si no quieren
ir, que no vayan. Si quieren quedarse se pueden quedar.
Si no están dispuestos a hacer algo, que no lo hagan, que no se
engañen, ni me engañen. Y si dicen que van, pues que vengan.
Eso me gusta, más que las apariencias bajo las
que disimulan algunos.
¿Qué es lo
que deseo en el fondo?
Quiero
ser así, transparente, a la hora de mostrarle mi corazón a Dios y
también cuando quiera pedirle lo que más deseo dentro del alma.
El corazón desea y busca los mejores lugares y los puestos más
cerca de Jesús. Los primeros puestos en la vida dan prestigio, es como si al
ser reconocido por el mundo aumentara mi valor.
¿Valgo más cuando me alaban? ¿Tengo
menos valor cuando me critican? Todo es vanidad.
Algunos seguidores de Jesús querían ser los elegidos por encima de
otros. Querían los sitios de honor a la derecha e izquierda de Jesús. Soñaban
con lugares especiales.
Tienen ese deseo en el corazón y lo
expresan abiertamente, sin tapujos, sin pudor.
¿Me busco
a mí mismo en lo que hago?
Es verdad que es sano ser asertivo y sincero como lo son ellos.
Pero sus deseos son demasiado
del mundo. Son los mismos deseos que yo albergo.
¿Por qué estoy haciendo las cosas
que hago? Veo que guardo intenciones secretas,
inconfesables.
Pretendo algo que no soy capaz de
decirle claramente a Dios, ni a nadie. Me busco a
mí mismo, quiero la alegría de ser reconocido.
Es sano aprender a decir lo que pienso, lo que quiero,
eso es bueno. Esa forma de comportarme exige ser honesto conmigo
mismo y desnudarme ante mis propios ojos.
Dejar de engañarme
Yo también me engaño muchas veces cuando
pretendo aspirar a una santidad pura y sin mancha.
Digo que hago las cosas por amor a Dios y a los hombres. Que lo
hago de forma desinteresada, pero no es cierto, me busco a mí mismo. Guardo
algún interés
oculto en mi interior.
Quiero los mejores puestos en el cielo como premio, como pago por
mis méritos. Busco la fama y la gloria a
los mismos ojos de Dios.
Deseo que Jesús se conmueva ante mi belleza y ante mi bondad.
Sueño con que su amor me eleve por encima del resto de los hombres. Quiero ser
el más amado de todos.
Una
profunda herida de amor
Todo lo que siento responde más bien a una herida
de amor con la que he nacido, he sido herido desde la cuna.
Y quiero con el reconocimiento que se compense esa falta de
amor que he sufrido.
Que ahora Dios se abaje y me levante, que me
encumbre por encima de todos. Quiero me coloque en un trono
erigido sobre todo lo que veo.
Deseo ser alguien especial y muy amado, alguien capaz de marcar la
historia y dejar huella entre los hombres.
Siempre de nuevo los primeros puestos. Una y otra
vez mi deseo de valer. Es tan humillante reconocerme
en los discípulos hoy…
Veo mi afán por ser aceptado y amado en mi verdad.
Tanta pobreza en mi mirada. Tanta mezquindad.
Digo lo que pienso hoy y miro con honestidad mi corazón. ¿Qué
siento en lo más profundo?
¿También yo deseo que Jesús me mire y me diga que sí, que estaré
junto a Él para siempre, en el mejor puesto que pueda haber soñado?
Lo miro conmovido en mi pecado. El pecado del orgullo y
la vanidad,
el pecado de la soberbia, cuando no quiero quedar por debajo
de nadie. Yo mando, yo valgo, yo venzo. Lo miro humillado. Le digo lo que siento.
Carlos Padilla Esteban
Fuente: Aleteia