Los encuentros familiares de estas fiestas despiertan muchas emociones, y no todas son bonitas...
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La
familia es un don que el corazón encuentra. Los lazos de sangre entre los que
crece y madura.
Valoro la familia que he tenido, la que tengo. Sé que es un don
sagrado. Pero luego llega Navidad y no todo es tan perfecto.
Leía el otro día lo que alguien decía: «No voy a ir a cenar con mi familia esta
Navidad. Mucho tendrían que cambiar las cosas».
Las relaciones se enturbian con el
paso de los años. Mi culpa, la de los otros, no
llevo la cuenta.
Surgen las heridas conscientes o
inconscientes. Guardo palabras, silencios, gestos y omisiones. Los guardo sin
querer retenerlos, pero no los olvido.
¿Con quién deseo pasar la Navidad?
Y al acercarse la Navidad mi alma tiembla. ¿Quién está realmente cerca
de mi corazón? ¿Qué personas guardo dentro de mí?
Me dicen que en Navidad todo son sonrisas y abrazos, celebraciones
y aplausos, besos y caricias, palabras sentidas y silencios de aprecio que me
integran.
Pero luego no es todo verdad. La Navidad no me llega dentro del
alma. Sufro al pensar que voy a pasar mi Navidad con personas que a lo mejor no
forman parte de mi día a día.
¿Es eso así? Vínculos que se han enfriado con la distancia
interior, no tanto con la lejanía física. Es más mi corazón el
que se aleja, mucho antes que el cuerpo.
¿Con qué personas me siento realmente
en casa? Es con ellos con los que me gustaría pasar la Navidad. Con mi
familia de vínculos hondos y verdaderos.
Mi aportación para mejorar las
relaciones
A
veces no coincide con los de sangre. ¿Qué puedo hacer para que mejore? No
lo sé. Siento la impotencia después de los años.
¿Cómo se puede perdonar olvidando de
verdad sin guardar rencor ni resentimiento? No parece tan sencillo.
El corazón se endurece con los juicios, con el rechazo vivido, con
las tensiones sufridas. Me gustaría que cambiara algo dentro de mí para hacerlo
todo más fácil.
No sé trabajar bien mis emociones. Soy un niño en el plano de las
relaciones. No tengo la madurez que se espera de mí.
¿Dónde nace el resentimiento?
Quisiera
cambiar y no lo logro tan fácilmente. ¿Cómo se toma distancia de los propios
sentimientos de ira, odio, enojo, rabia?
¿Cómo se elimina la tristeza cuando se ha
pegado con fuerza a la piel del alma? Porque el alma tiene piel, y hondura. Y
dentro guardo todo lo que me va pasando. El otro día leía:
«El tragarse constantemente los
sentimientos negativos provoca que se extiendan por el universo interior, y
usurpen la propia capacidad de relacionarse en el sentido de un auténtico y
positivo amor. Pasa gradualmente de ser ira explosiva y caliente a crecer en
frialdad, situándose en lo más profundo del corazón. Y a largo plazo el resentimiento
se convierte en una forma de ser.
Me puedo convertir en un resentido con el paso del tiempo. Mi
sentido de humor se vuelve ácido, irónico, mordaz.
Nada me parece bien de forma absoluta. No hablo bien de nadie, siempre
encuentro algún defecto, alguna tara, algún problema.
Juzgo y condeno todo lo
que sucede a mi alrededor. Yo lo haría todo mejor si me dejaran, si confiaran
en mí. Pero como no lo hacen nada funciona bien, como yo quisiera.
A todo le encuentro su defecto de origen. Mis emociones bullen en
mi interior y las reprimo.
Bajo la capa aparente de un fino trato, delicado, doy la impresión
de ser muy libre y parece que tengo un sano autodominio. Parezco sabio y maduro.
Pero yo conozco la verdad, menos mal que Dios me ha dado una
mirada aguda para ver mis propios disfraces, mis propias debilidades. Estoy
hecho de carne y noto el dolor de las heridas.
Dios también de mis emociones
Pero me niego a vivir esclavo de mis sentimientos. Llega
Navidad y decido que quiero cambiar.
Le entrego a Dios mis emociones guardadas. Y le pido que
transforme lo que veo, ese mar revuelto con el que navego cada día, en un lago
ancho y cálido sin olas ni contratiempos.
¿Lo podrá hacer posible? No creo tanto en lo extraordinario, más
bien en esos milagroscotidianos que
suceden en mi vida.
Esos espacios sagrados en los que me encuentro con mi verdad y
puedo dejar mi alma inquieta en la paz de Dios.
No le doy tanta importancia a lo que ahora siento. Dejo a un lado
mi rabia, mi envidia, mi dolor. Los tengo, no los niego. No
pretendo vivir sin sentimientos, son parte de mí.
Pero no quiero que ellos decidan quién soy yo. No
dejo que me lleven por caminos de amargura que me harán ser un resentido con el
mundo, con la vida.
Es posible ser mejor en Navidad
Navidad me recuerda que puedo
crecer, madurar, cambiar. No estoy condenado a comportarme siempre de
la misma manera.
No estoy obligado a vivir anclado en mi
tristeza pudiendo amanecer a un día lleno de esperanza.
Jesús me recuerda que no tengo que
ser una persona madura y perfecta. Que no tengo que hacerlo todo bien, es a
mí a quien me gustaría no cometer ningún error en esta vida.
Puedo sentir, incluso vivir con
sentimientos feos, no importa. Pero esos sentimientos no pueden ser los que
manden en mí.
Me sobrepongo y me levanto. Y le pido a
Dios una mirada positiva y alegre sobre los demás. Veo en ellos su luz, dejo a un lado las sombras.
Y le pido el milagro de sentir con toda el
alma, sin dejarme llevar por cañadas oscuras. Dios conoce mis entrañas, Él me
ha creado. Soy humano, muy débil y enfermo.
Pero el amor de Dios al nacer puede
cambiarme por dentro si dejo que rompa la piel del alma que el dolor ha
endurecido.
Carlos Padilla Esteban
Fuente: Aleteia