2 – Enero. Domingo segundo después de Navidad
Misioneros digitales católicos MDC |
Evangelio según san Juan 1, 1-18
En el principio existía el Verbo,
y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios. Él estaba en el
principio junto a Dios. Por medio de él se hizo todo, y sin él no se hizo
nada de cuanto se ha hecho. En él estaba la vida, y la vida era la luz de
los hombres. Y la luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no lo recibió. Surgió
un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: este venía como testigo,
para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él. No
era él la luz, sino el que daba testimonio de la luz. El Verbo era la luz
verdadera, que alumbra a todo hombre, viniendo al mundo. En el mundo
estaba; el mundo se hizo por medio de él, y el mundo no lo conoció. Vino a
su casa, y los suyos no lo recibieron. Pero a cuantos lo recibieron, les
dio poder de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre. Estos no han
nacido de sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de varón, sino que han
nacido de Dios. Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos
contemplado su gloria: gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y
de verdad. Juan da testimonio de él y grita diciendo: «Este es de quien
dije: el que viene detrás de mí se ha puesto delante de mí, porque existía
antes que yo». Pues de su plenitud todos hemos recibido, gracia tras
gracia. Porque la ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad
nos han llegado por medio de Jesucristo. A Dios nadie lo ha visto jamás:
Dios unigénito, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer.
Comentario
En estas fiestas de Navidad
estamos meditando con gozo los relatos, llenos de colorido, con que los
Evangelios nos hablan del nacimiento de Jesús. Pero también se presentan a
nuestra consideración textos como el de hoy, que nos invita a elevarnos por
encima de los detalles anecdóticos y pintorescos, para contemplar lo que
implica el misterio del Nacimiento de Jesucristo y comprender mejor su
significado y las consecuencias que tiene para nuestra vida. Estamos ante un
texto admirable, donde se sintetizan armónicamente los fundamentos de nuestra
fe.
“En el principio existía el
Verbo”: El Verbo (o la Palabra) no es una criatura, sino alguien que existía
desde toda la eternidad. “Y el Verbo estaba junto a Dios (ho Theós)”: se trata,
pues, de una persona distinta de aquella a la que en el texto griego se
denomina ho Theós, con artículo, y que se refiere al Padre, origen de
todo. Pero esa persona, distinta del Padre, también desde el principio “era
Dios” (v. 1), compartía su misma naturaleza. El texto del Evangelio nos va
introduciendo así en la intimidad de la Trinidad: una única naturaleza divina,
en la que hay una distinción de personas. De momento, se nos habla de aquella
de la que todo procede (ho Theós), y del Verbo.
A continuación, rememorando el
capítulo primero del libro del Génesis, el relato de la creación del mundo en
siete días, se explicita lo que allí se decía de modo sencillo, pero muy
profundo. En ese relato, cada uno de los días se inicia así: “Dijo Dios… (haya
luz, haya firmamento, brote la tierra hierba verde, etc.)”, y lo que Dios dice,
inmediatamente se hace: “y así fue”. Es decir, Dios crea todo cuanto existe
articulando su Palabra, mediante su Verbo. Por eso ahora se indica que “todo se
hizo por él (por el Verbo), y sin él no se hizo nada de cuanto ha sido hecho”
(v.3).
Pues bien, y aquí está lo más
grandioso de lo que Dios quiso hacer en la plenitud de los tiempos, la novedad
sorprendente e inaudita, “el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros” (v.
14a). Esa persona divina que es el Verbo asumió una naturaleza humana, de modo
que, sin dejar de ser Dios, se hizo hombre, como cada uno nosotros. Se encarnó
en una persona concreta y tangible: Jesús. Las palabras del evangelio de Juan
tienen toda la fuerza del testigo ocular: “hemos visto su gloria, gloria como
de Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad” (v.14b). “No es la palabra
erudita de un rabino o de un doctor de la ley –señala Benedicto XVI–, sino el
testimonio apasionado de un humilde pescador que, atraído en su juventud por
Jesús de Nazaret, en los tres años de vida común con él y con los demás
Apóstoles, experimentó su amor –hasta el punto de definirse a sí mismo ‘el
discípulo al que Jesús amaba’–, lo vio morir en la cruz y aparecerse
resucitado, y junto con los demás recibió su Espíritu. De toda esta
experiencia, meditada en su corazón, san Juan sacó una certeza íntima: Jesús es
la Sabiduría de Dios encarnada, es su Palabra eterna, que se hizo hombre
mortal”[1].
Todo esto nos muestra, como lo
hace notar san Josemaría, que “el Dios de nuestra fe no es un ser lejano, que
contempla indiferente la suerte de los hombres: sus afanes, sus luchas, sus
angustias. Es un Padre que ama a sus hijos hasta el extremo de enviar al Verbo,
Segunda Persona de la Trinidad Santísima, para que, encarnándose, muera por
nosotros y nos redima”[2].
En todos los momentos de su vida, también como niño en el pesebre de Belén, Jesús nos da a conocer la bondad, sabiduría, misericordia, ternura y grandeza de Dios. “A Dios nadie lo ha visto jamás; el Unigénito, Dios, el que está en el seno del Padre, él mismo lo dio a conocer” (v. 18).
[1] Benedicto
XVI, Ángelus 4 de enero de 2009
[2] San
Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 84.
Francisco Varo
Fuente: Opus Dei