¿Sabías que Jesús invitó a sus seguidores a dar limosna en secreto y prometió una recompensa de Dios?
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La cuaresma es un camino para que
aprenda lo que olvido, para que sepa reconstruir lo caído y sane lo enfermo de
mi alma.
Es un tiempo especial de gracias
para dejarme hacer por Dios. Y en él Jesús me invita a ser generoso, servicial,
misericordioso:
«Tú, en cambio, cuando des
limosna, que no sepa tu mano izquierda lo que hace la derecha, para que tu
limosna quede en secreto; y tu Padre, que ve lo secreto, te recompensará».
Dar limosna es
esencial. Lo primero que me viene a la cabeza son esas ocasiones en las que me
piden que dé dinero, que me preocupe por el que no tiene, que dé al que le
falta.
Y pienso entonces en dar de lo
que me sobra. Tengo en abundancia y puedo dar a los demás lo que a mí me sobra.
La limosna cuesta siempre. Doy y
espero que me agradezcan por mi generosidad. Es un pilar de mi vida. Es más
amplio, mucho más, que dar solamente lo que me sobra.
Primero: mirar, ver
La actitud que me pide Jesús es
la del buen samaritano. Es mirar al que está al borde del camino, mi
camino. Allí tirado y desvalido.
Hay muchas personas que
sufren cerca de mí y no las veo, no me doy cuenta.
Estoy demasiado pendiente de
mis cosas, preocupado por mis planes, asegurando las riendas de mi futuro para
que no se me escape la vida.
Pienso en todo lo que podría
hacer por los demás. La limosna es mucho más que esas monedas que tengo para
dar.
Es una actitud de vida,
una forma de mirar al desvalido, al caído, al que está solo y
abandonado.
Tengo a muchas personas en mi
vida que me necesitan. No piden nada, porque a veces el que más necesita es el
que no me exige.
Y me desgastan los que me
reclaman sin necesitarlo tanto. Y yo voy haciendo caso a los reclamos sin
mirar más allá del que llora ante mis ojos, grita en mis oídos y me reclama
tirándome del brazo.
Pero no veo al que permanece
impasible, quieto y callado en soledad, silencioso.
¿Estoy inmunizado ante el dolor?
Paso delante de él sin ver su dolor,
sin escuchar su llanto.
O quizás me he inmunizado ante su
dolor. Y ya no escucho el dolor de las víctimas, el llanto de los que han
perdido injustamente seres queridos, el dolor por las pérdidas en una guerra
injusta y sin un sentido.
Tengo apagada la mirada y no
veo al que sufre, herido, al borde de mi vida. No me detengo ante ese amigo
olvidado, ese pariente al que ya no frecuento, ese conocido que no se atreve a
acercarse.
Tengo prisa. Prefiero que me
pidan solo unas monedas. Que me reclamen sólo un poco de mi tiempo.
Me cuesta más pensar en los que
me piden mi tiempo, mi atención, mi cariño, mi vida. No quiero abrir la puerta
de mi casa, de mi cuarto, de mi corazón.
Apago el celular para que no
insistan. Prefiero la comodidad de no ser exigido.
Así comienza este tiempo de
cuaresma. Diciéndome Jesús que dé limosna sin llamar la atención, sin que
nadie sepa de mi generosidad, sin que conozcan cómo soy de servicial y atento
con los míos.
La limosna que más me cuesta dar
es mi tiempo. Lo tengo para mis planes, para mis aficiones, para los míos, para
mi trabajo que tanto necesito, para ganar mi gloria y mi fama.
Pero el tiempo para darlo sin
recibir nada me parece una pérdida de tiempo.
Dejarme cambiar
La pandemia y la guerra me hacen
pensar en los demás. Decía Mario Benedetti al hablar de lo que vendría después
de la pandemia:
«Seremos más generosos y mucho
más comprometidos. Entenderemos lo frágil que significa estar vivos. Sudaremos
empatía por quien está y quien se ha ido».
No sé si será así. A veces lo
dudo y pienso que el corazón quiere olvidar rápido y pasar página.
Pero espero que en algo me
esté cambiando para bien este tiempo doloroso que vivo.
Por eso no me escondo, no me
guardo al comenzar esta cuaresma. Quiero abrir mi alma y estar atento para
escuchar las llamadas de los que me rodean.
Son muchos y no me doy cuenta. Me
siento egoísta. Como si mi vida fuera lo más importante que tengo ante mis
ojos.
Sin esperar nada
Que mi mano derecha no sepa lo
que hace mi izquierda. Que mi servicio no sea reconocido, alabado, agradecido.
¡Cuánto cuesta el anonimato cuando
quiero hacer las cosas bien y pretendo dar hasta que duela!
Una voz oculta en mi interior me
dice: Grítalo. Y yo lo hago, para que sepan cómo soy.
La cuaresma me invita a callar, a
servir en silencio, a dar sin esperar recibir nada a cambio, ni siquiera
las gracias.
Es una invitación sutil, sin
presión, para que este pilar de la mirada generosa del buen samaritano cambie
mi vida y me haga mejor, más humano y más de Dios.
Carlos Padilla Esteban
Fuente: Aleteia