Reconoce tu responsabilidad y tu parte oscura y preséntasela a Dios. Una invitación liberadora del padre Carlos Padilla
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Alena Lauretskaia | Shutterstock |
Hoy me dicen que no tengo culpa de nada. No soy responsable del
mal en el mundo. No puedo cambiar nada porque las cosas son así.
Soy débil y nací roto, no hago el bien que deseo. Todo lo
contrario, me dejo tentar y acabo haciendo lo contrario de lo que buscaba.
¡Qué tentador es el mundo, mi mundo!
¡Qué ardua es la batalla por vencer con Dios!
Y además la sequedad, la falta de
consolación, de satisfacción. Y la rutina, la desidia, la
pereza, el ocio.
Todo ello es el caldo de cultivo que me conduce por los caminos
que no quiero recorrer. Necesito ser consciente de mi responsabilidad en
estas batallas.
El lado bueno de reconocerse
culpable
Por eso resuenan las palabras del padre José Kentenich:
Se imaginan
ustedes qué importante es cultivar cuidadosamente en nosotros el sentimiento de
culpa.
Lunes por la tarde,Tomo 2:
Caminar con Dios a lo largo del día (José Kentenich. Editorial
Schoenstatt, 2019)
El sentimiento de culpa me lleva a
reconocer que no puedo con lo que me he comprometido.
No logro llegar a la meta por la que llevo luchando tanto tiempo. Ni soy
capaz de amar como creía que iba a poder. No me mantengo fiel en todas las
tentaciones, pensé que era más fuerte.
La culpa me hace más realista. Descubro mi
vulnerabilidad. No voy a poder solo, pediré ayuda.
Porque me siento culpable por mi pecado. No hay otros culpables,
yo soy el responsable.
Siempre habrá culpa en mí
Miro mi pobreza y veo con claridad que de mí depende. De mi forma
de vivir, de mi forma de mirar a los demás.
Descubro en mí lados heridos del corazón. Hay oscuridades en el
alma donde no dejo entrar la luz.
¿De qué me sorprendo tanto? No tengo que asombrarme. La culpa
siempre va a estar en mí. Y añade:
«Reprimo mi
sentimiento de culpa y mi consciencia de culpa. La consecuencia es que Dios no
llega a la sustancia de mi alma, al núcleo de mi alma. Por tanto, lo más íntimo
de mi alma está demasiado poco conectado y unido con Dios. En la práctica, lo
que sucede es que no vivo para nada mi propia vida. Es casi como si yo marchara
en una persona ajena».
Lunes por la tarde,Tomo 2: Caminar
con Dios a lo largo del día
Reprimo mi culpa, no acepto mis
heridas, desconozco mis pecados. No asumo mi responsabilidad por la
vida que llevo y es así como no dejo que Dios entre dentro de mí.
De la aceptación de mi realidad a los brazos de Dios
La culpa me vuelve niño débil. Necesitado de la misericordia y de
la ayuda para caminar. Necesito despertar a la verdad de mi vida:
«Una vez
despiertos, se daban cuenta del vacío de sus vidas, veían sangre en sus manos y
culpa en sus almas. Entonces se levantaban y se alejaban del mundo para sumirse
en el recogimiento».
Stefan Zweig, Los ojos del hermano eterno, 58
Al reconocer mi culpa veo el vacío que me deja, la sed profunda,
la soledad hiriente. Y entonces me retiro a encontrarme con Dios en soledad, en
contemplación.
Pongo ante Él mi vida entera como es. Con sus
verdades, con sus mentiras, sus vanidades y orgullos. Con sus egoísmos
enfermos, su ansiedad y sus miedos.
Todo lo pongo ante los ojos de Dios consciente de mi culpa, de mi
responsabilidad. Y en silencio dejo que Dios me calme.
Me ato a Él para fortalecer mi voluntad que ha quedado herida
después de cada caída, de cada tragedia en mi alma.
Reconocer la propia culpa en la justa medida
Así es Dios que viene a mí a salvarme, a levantarme, a decirme que puedo hacerlo
todo mejor si confío y me abandono.
La culpa mal vivida me lleva a los escrúpulos y
no me deja confiar en la misericordia de Dios.
Él me mira y ve belleza en mí. No está
todo podrido en mi interior. Sólo tengo partes oscuras, pecados y debilidades
que ensucian mi alma.
Pero soy mucho más que mi pecado. Soy más que
mi culpa y mi caída, más que esa debilidad mía que me deja postrado y con
miedo. Yo soy más poderoso y valioso.
Soy un ángel oculto en retazos de carne, un hombre herido que busca
abrazos. Necesito el abrazo de Dios que me recuerde el color del cielo.
La misericordia es la que salva
Necesito que su voz pronuncie mi nombre y me anime a caminar hasta
llegar a su lado.
Es la misericordia la que me salva, no
la ausencia de fragilidades y aguas pantanosas en mi
interior.
Dios es más fuerte que mi pobreza. Me sostiene
para que me mantenga fiel. Mira con paz, con alegría mi vida llena de
inconsistencias.
Y me recuerda que Él es el que me salva. Yo
no puedo salvarme solo. Reconocer quién soy y de dónde vengo refuerza en mí la
conciencia de hijo amado y esperado. El abrazo de Dios me espera siempre al
final del día.
Carlos Padilla Esteban
Fuente: Aleteia