Soy de Dios porque su amor me levanta, me sostiene, me da paz, sus palabras llenan mis silencios y sus abrazos calman mi herida de abrazos. Una preciosa reflexión de Carlos Padilla
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| Dominio público |
Siempre
acabo siguiendo a alguien.Siempre hay alguien que ha recorrido el mismo camino
que ahora sigo antes de que yo llegue.
Siempre hay una senda marcada, unas marcas, unas flechas, para que
no me pierda. Siempre hay alguien delante, aunque no lo vea.
Nada es tan nuevo como para decir que yo lo he creado. Y aunque
así fuera ¿qué mérito tiene mi creatividad?
Todo es don en mi vida y yo me empeño
en que sea un derecho, algo que me debe el mundo, Dios, el universo. Es
como si estuvieran en deuda conmigo quien me ha dado la vida.
¿A
quién sigo? ¿Quién me ha llamado? Escribe Benjamín González Buelta: «Cuando me llamas por
mi nombre, ninguna otra criatura vuelve hacia ti su rostro en todo el universo«.
Necesito al único que me llena
Él me llama, yo me doy la vuelta y
entonces lo sigo. Porque quiero, porque lo necesito.
Porque sin Él la mirada se pierde en el vacío. Porque sus
palabras llenan mis silencios y sus abrazos calman mi herida de
abrazos.
Y algo cambia en mi interior al sentir que tengo muchos más motivos para la
alegría que para la tristeza. Muchas más razones para dar
gracias que para quejarme.
Se vuelve y me llama. Pronuncia mi nombre como Jesús ante María
Magdalena después de la resurrección.
El tiempo se detiene y comprendo así, sencillamente, que sólo con Él
mis pasos cobran sentido.
Soy de Dios
Le pertenezco aunque antes,
mucho antes, no supiera su nombre. Él ya sabía el mío, por eso lo sigo.
No para decirle que estoy bien, que cumplo y todo funciona. No, si
fuera así no necesitaría seguirlo.
Quiero ser honesto conmigo mismo. Apartar las mentiras que yo me he creado
sobre mí mismo. Mentiras que me acabo creyendo.
No soy tan pleno, tan capaz, tan feliz como quisiera. Y la vida
con arañazos aparta de mí esa capa de superficialidad que me vuelve indiferente
ante el dolor ajeno y me hace distante.
Aparto de mí los pensamientos que no me dejan soñar. Reviso en mi
corazón las verdades que siempre estuvieron dormidas en mi alma.
Soy de Dios porque su amor me levanta,
me sostiene, me da paz. No necesito demasiados aplausos para
seguir viviendo. Me basta su mirada entre las nubes del día para levantar mi
ánimo.
Pero me pierdo
Pero en ocasiones pierdo su rastro. Me pierdo en mí mismo, mis miedos, mis
agobios, mis superficialidades, mis dependencias.
Hago de mi camino una búsqueda de mí mismo y me olvido de su voz.
Busco otras voces, otros rostros, otros caminos.
Y tiene lugar ese desencuentro que me
pierde. Dejo de vibrar, de emocionarme, de llorar, de reír. Me seco con
amargura.
Ya no sonrío tanto cuando dejo de seguirle a Él. O mejor dicho,
cuando dejo de verlo junto a mí, detrás de mí, escondido en mi sombra.
Porque Jesús vive escondido en mis pasos, oculto en mi mirada,
descansa en mi silencio. Me olvido de Él y de mi vocación, de mi
misión. No le encuentro razón de ser a mis luchas.
El instinto filial
Necesito volver la mirada hacia su rostro. Quiero buscarlo entre
las tinieblas que me abruman.
Quiero tocarlo cuando la soledad es
dolorosa y el silencio árido. Entonces su voz vuelve a resonar:
«No estoy yo aquí que soy tu Madre», dice la
Virgen de Guadalupe. «No estoy yo aquí que soy el sentido de tu vida»,
me dice Jesús sonriendo.
No quiero seguir falsos dioses. No quiero estancarme en ideales
vacíos, sin carne, ni espíritu. No quiero vivir lleno de palabras huecas. No
quiero escribir frases sin vida, sin esperanza.
Quiero ser seguidor, hijo, discípulo,
enamorado, soñador. Quiero ser el reflejo de ese rostro de
Jesús que todo lo llena y a todo le da un sentido.
Mi respuesta
Me da miedo el fracaso en lo que emprendo. ¿Qué tengo que perder?
Él lo ha ganado todo y me llama desde la orilla del camino, cuando me ve pasar,
pronunciando mi nombre.
Yo me detengo y lo miro. Tiene razón, sin Él estaría perdido. He
perseguido demasiadas pistas falsas. Me he enredado en muchos laberintos sin
saber por dónde salir.
Sé que la soledad no se pasa llenándolas de sucedáneos. Y la meta sigue
resplandeciendo aunque las nubes parezcan ocultarlo todo.
Su rostro sigue vivo en otros rostros que reflejan su luz. No me
engaño, no me mienten. La verdad es más fuerte que todas las mentiras que
escucho.
Levanto la voz para que se oiga su nombre. Pierdo el
miedo a dar la vida. Lo haré cada día, sin importarme el cansancio.
Carlos Padilla Esteban
Fuente: Aleteia






