La esperanza, la escucha y la sonrisa siempre permitirán que nuestras angustias y preocupaciones se alejen
![]() |
Ser para los demás. Brian A Jackson | Shutterstock |
Cuando
miramos nuestro corazón pensamos en todo lo que nos preocupa.
Las cosas tienen impacto en nuestro organismo, en nuestra mente,
incluso las cosas que no han sucedido. Y la verdad es que más del 90% de
las cosas que nos preocupan no llegan a suceder nunca.
Esto es importante porque normalmente pensamos mucho y nos
angustiamos demasiado. Y ese stress es el que le contagiamos a
nuestro cuerpo y a nuestra alma. Vivimos en situación de alerta constante.
Siempre puede llegar a suceder lo que tememos que suceda y nos
inquietamos. No
deberíamos vivir con inquietudes, con miedos, con angustias, con ansiedad.
Estamos
inquietos, y el mundo que nos rodea está aún más inquieto. En esos momentos es
importante recordar lo que nos dice el padre José Kentenich:
El
mundo allá afuera no duerme, el mundo se agita… un mundo de mucho movimiento,
un mundo extraordinariamente atento e investigador en el área de las ideas. Y
para ese mundo estamos aquí: estoy yo aquí, están ustedes aquí, está cada uno
de nosotros. Y en ese mundo inquieto yo tengo que hacer presente a la Iglesia.
Ser esperanza
En
este mundo inquieto, angustiado, triste, preocupado tenemos que
hacer presente la esperanza que contagia la Iglesia. ¿Es
eso lo que realmente contagiamos? Ojalá contagiaramos paz, esperanza,
optimismo, ilusión por vivir, alegría, tranquilidad.
Que quien nos mire pueda recibir algo
de esa paz que viene del cielo, de lo alto.
A veces vivimos inquietos contagiados por las preocupaciones del
mundo, de los hombres, de la vida imperfecta que nos toca vivir.
Es el
miedo a fracasar lo que nos domina, o a perder, o a no encontrar, o a
desilusionarnos de esta vida, de los que encontramos en el camino. Hasta el
punto de poder perder la ilusión, la esperanza.
Una preocupación pesa. Pero el hecho de vivir obsesionados
pensando durante mucho tiempo en lo que nos preocupa nos acaba quitando la paz.
Si pensamos una hora en un problema podemos sobrellevarlo. Pero si
van pasando las horas, o los días y el problema sigue agobiándonos, su peso
llegará a ser insoportable.
Pero, ¿cómo
logramos cortar y dejar de pensar en lo que nos quita la paz o nos
entristece? No hay un método sencillo.
No es fácil romper con ese mecanismo que tenemos metido. Sobre
todo porque muchas de las cosas que nos agobian no dependen de nosotros:
pueden suceder o puede que nunca ocurran.
Nuestra inquietud no tiene que ver con ellas. Es nuestra, nace en
nuestra inseguridad de
hombres finitos y limitados.
No dejemos de creer en las promesas
que nos hace un Dios.
Los problemas pesan, pero podemos aparcarlos sobre todo cuando no
podemos hacer nada para encontrar una solución.
Ser oído
Hablarlo con alguien siempre es bueno, nos alivia, es un desahogo.
Sacarlo del alma y ponerlo en el aire, donde parece más pequeño que al verlo
dentro de nosotros.
El que nos escucha no nos dará soluciones siempre, simplemente
escuchará y empatizará con nosotros. Compartirá nuestros miedos, nuestras
angustias, nuestras preocupaciones. No podrá darnos respuestas sabias, ni
siquiera grandes consejos.
Hablando llegamos a tener más paz. Incluso
verbalizar lo que nos angustia lo hace todo más liviano y de repente algo de
luz se filtra por las paredes cerradas de nuestra alma. Y sentimos que podemos
confiar más, creer más, esperar más.
Miremos a Jesús y confiemos más para vivir más
despreocupados. Que no nos alteren las malas noticias y no nos hundamos cuando
las cosas no salen como esperabamos. Que no vivamos con dolor por todas las
expectativas que se han visto truncadas.
Ser sonrisa
El
otro día un hombre ya mayor me hablaba de su esposa recientemente
fallecida:
«Cuando nos conocimos siendo
jóvenes en una fiesta ella iba con un vestido precioso que se había comprado
hacía poco tiempo. En la fiesta un camarero tropezó y todas las bebidas de su
bandeja fueron a dar en su vestido. En ese momento ella rompió a reír. Su risa
en ese instante me enamoró de ella para siempre y pensé: yo quiero a mi lado a
alguien que se ría de la vida cuando las cosas marchen mal y parezca no haber
esperanza. Eso ha sido ella en mi vida, la alegría constante».
Qué hermoso ser la causa de alegría
para los que están con nosotros. No solo cuando todo marcha bien
y no hay problemas.
Es
alentador encontrarnos con esas personas que sonríen siempre, que no tienen
miedo, que ven en todo lo que les sucede una oportunidad para ser más felices,
más plenos.
No se alteran, no pierden nunca la paz, no se inquietan en exceso.
Prefieren no pensar demasiado en lo que no tiene solución.
No lloran días enteros sobre la leche derramada. No viven apegados
al dolor que en su momento laceró sus almas. Son libres, están
más en el cielo que en la tierra, o un poco en ambas partes.
Ser de esas sonrisas constantes llenas
de luz que todo lo calman, a todo le dan un sentido, para
todo tienen el tiempo y la paz necesaria.
Carlos Padilla Esteban
Fuente: Aleteia