8 - Enero. Domingo. Bautismo del Señor
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Evangelio según san Mateo 3,
13-17
Por entonces viene Jesús desde Galilea al Jordán y se presenta a Juan para que lo bautice. Pero Juan intentaba disuadirlo diciéndole: «Soy yo el que necesito que tú me bautices, ¿y tú acudes a mí?».
Jesús le contestó: «Déjalo ahora. Conviene que así cumplamos toda justicia».
Entonces Juan se lo permitió.
Apenas se bautizó
Jesús, salió del agua; se abrieron los cielos y vio que el Espíritu de Dios
bajaba como una paloma y se posaba sobre él. Y vino una voz de los cielos
que decía: «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco».
Comentario
Juan predicaba un bautismo de
penitencia para la remisión de los pecados. Muchos acudían a él para escuchar
sus palabras y realizar ese signo penitencial, dispuestos a recomenzar una
nueva vida, tras ese rito de purificación. Jesús acude entre la gente, como uno
más. Pero ¿es posible que Jesús haga esto? ¡si no tiene pecados de los que
desprenderse! Hay algo en esta acción de Jesús que el Bautista -como nosotros-
no entiende bien, por eso le pregunta desconcertado: “Soy yo quien necesita ser
bautizado por ti, ¿y vienes tú a mí?” (Mt 3, 14). A lo que Jesús responde: “Déjame
ahora, así es como debemos cumplir nosotros toda justicia” (Mt 3, 15). En el
contexto cultural del judaísmo de aquel tiempo se considera que la “justicia”
consiste en el cumplimiento fiel de la Torah, en cuanto aceptación plena de la
voluntad divina. Jesús recibe el bautismo de Juan como manifestación de su
acatamiento incondicional de la voluntad divina. El sentido profundo de lo que
ahora comienza a vislumbrarse se manifestará sólo al final de la vida terrena
de Cristo, es decir, en su muerte y resurrección.
Acudiendo a recibir este
bautismo, Jesús comienza a manifestarse como aquel que cumple los planes
salvadores de Dios para llevar a su pueblo a la patria prometida del Cielo. En
efecto, Jesús da comienzo a su vida pública al salir de las aguas del río
Jordán. Moisés había muerto, tras contemplar la tierra prometida desde el monte
Nebo, justo antes de cruzar precisamente este río en el que Jesús se bautizó.
Ahora Jesús comienza su predicación a partir de la orilla del Jordán, que es el
sitio donde la vida de Moisés había terminado. Es Jesús quien verdaderamente
lleva a plenitud lo que Moisés empezó.
De otra parte, las palabras que
se escuchan indican con bastante claridad que comienza a cumplirse todo lo que
se había anunciado de parte de Dios. La frase “éste es mi Hijo, el amado” (v.
17), pronunciada por una voz desde los cielos, es un eco de aquella en la que
Dios se dirige a Abrahán para pedirle que le sacrifique a su hijo Isaac: toma a
“tu hijo, el amado” (Gn 22,2). Este modo de referirse a Jesús pone en paralelo
la dramática escena del Génesis, en la que Abrahán está dispuesto a sacrificar
a Isaac que lo acompaña sin resistencia, con el drama que se consumó en el
Calvario, donde Dios Padre ofreció a su Hijo en sacrificio, aceptado
voluntariamente para la redención del género humano.
Además, el añadido “en quien me
he complacido” (v.17) rememora el inicio de los Cantos del Siervo del Señor en
el libro de Isaías: “Mira a mi siervo, a quien sostengo, mi elegido, en quien
se complace mi alma” (Is 42,1). Precisamente en el cuarto de estos cantos es
donde se dibuja con claridad todo lo que ese Siervo del Señor habrá de padecer
para redimir al género humano: “él tomó sobre sí nuestras enfermedades, cargó
con nuestros dolores, y nosotros lo tuvimos por castigado, herido de Dios y
humillado. Pero él fue traspasado por nuestras iniquidades, molido por nuestros
pecados. El castigo, precio de nuestra paz, cayó sobre él, y por sus llagas
hemos sido curados” (Is 53,4-5).
Ahora, enseña el Catecismo de la
Iglesia Católica, “el Espíritu que Jesús posee en plenitud desde su concepción
viene a ‘posarse’ sobre él. De él manará este Espíritu para toda la humanidad.
En su bautismo, ‘se abrieron los cielos’ (v. 16) que el pecado de Adán había
cerrado; y las aguas fueron santificadas por el descenso de Jesús y del
Espíritu como preludio de la nueva creación”[1]. Desde este
momento la acción creadora, redentora y santificadora de la santísima Trinidad
será cada vez más manifiesta en la vida de Jesús, en su enseñanza, en sus
milagros, en su pasión, muerte y resurrección.
[1] Catecismo
de la Iglesia Católica, n. 536.
Francisco Varo
Fuente: Opus Dei






