Mira en lo hondo de tu
alma, verás su reflejo sosteniéndote en tu presente
Siento
en ocasiones que Dios me abandona. Y entonces me asusta el futuro. Siento que
Dios se olvida de mí. Lo siento así a veces, aunque la cabeza me diga otra
cosa.
Me
dice mi fe que Dios es esa madre que nunca olvida a su hijo. Pero luego en
mi cansancio, en mis fracasos, en mi desidia, tengo miedo. Dudo cuando no
soy el que quiero ser y no llego a la meta.
En
esos momentos es como si Dios se bajara de mi barca y me dejara solo en medio
de mis miedos. Como si la cruz presente pesara demasiado en mis manos y no
fuera capaz de cargar con ella. Y entonces me desconcierta esa ausencia
aparente de Dios.
Digo
aparente, porque sé que está ahí, oculto en los silencios y en las sombras.
Aunque no lo vea ni lo sienta. Está en medio de mi día. Oculto, visible. Está viviendo
el momento que me toca vivir. Pero eso no quita que me cueste no sentir su
mano, no tocar su cuerpo, no escuchar su voz. En esos momentos sé que no se
olvida de mí, aunque no perciba su presencia.
Me
gusta percibir mi vida en presente. En el momento en el que estoy. Mirarme con
todas mis capacidades conscientes. Allí donde estoy. Tengo la tentación de
proyectarme en un futuro que aún no es presente. Vivo anclado en un pasado que
ya no tiene remedio.
No
puedo cambiar el pasado. No puedo condicionar el futuro. Pero me agobio e
inquieto. ¿Por qué me agobio tanto por el futuro? Me da miedo todo lo malo que
me puede ocurrir. Todas las desgracias posibles.
¡Cuánto
he sufrido en mi vida por cosas que nunca llegaron a suceder! Respecto al
futuro y mis miedos pueden suceder dos cosas: que se cumplan o que no se
cumplan. Si no se cumplen, he perdido el tiempo, ¿para qué me agobié tanto? Y
si se cumplen, ¿para qué sufrí por anticipado?
Debería
pensar siempre: ya me preocuparé cuando llegue el momento. Ya me dará fuerzas
Dios si sucede. Dios actúa en la realidad, no en mi fantasía respecto al
futuro. Él viene cada día para mí. Sólo me pide que confíe.
¡Qué
difícil me resulta creer que va a estar todos los días a mi lado! En la alegría
y en la cruz. La manera de vivir de Jesús fue atado al presente. Vivió con el
corazón abierto a cada cosa que le regalaba el Padre. Sin tantos planes.
Recuerdo
sus palabras a Zaqueo: “Hoy ha llegado la salvación a tu casa”. O al
buen ladrón: “Hoy estarás conmigo en el paraíso”. Ahora. Hoy. Este momento
que estoy viviendo es el momento de mi vida. En ese hoy Jesús me lo regala
todo.
Me
gustaría ser más libre. Mirar cara a cara el mañana, viviendo con intensidad el
presente.
Una
persona comentaba su experiencia de contemplación: “Primero me adentré en mi cansancio. Me podía quedar con él. Me dije:
ahora puedes estar cansada. Me embargó la alegría de poder sentirme cansada, de
no estar obligada a vencer el cansancio. Puedo sentirme cansada y estar
cansada. No tengo que hacer nada, no tengo que lograr nada, no tengo que
cambiar nada, ni dar cuenta de nada, ni demostrar nada. Puedo ser como soy
ahora. Una y otra vez volvía a esta percepción y me quedaba en ella. Mi
interior se aquietó y me vino la impresión: yo estoy aquí. Esta sensación es
muy simple y lo llenó todo”[1].
Me
hace bien detenerme en mi vida. Observar mi cansancio, mi abandono, mi
tristeza, mi alegría. Ser consciente de lo que siento y sufro. Detenerme no una
sola vez. Muchas veces. Percibir el presente corriendo por mis venas.
Contemplar mis sensaciones más hondas. Mis sentimientos más verdaderos. Mirar
mi cuerpo. Mi vida ahora.
Y creer
en todo lo que Dios puede hacer con mi vida ahora. Si se la entrego. Lo hago.
Me miro en presente. Aquí y ahora. Ya no temo. Surge el miedo sólo cuando
me proyecto en un futuro que desconozco.
Mientras
viva el presente ahora guardo la calma. Nada me inquieta. Estoy solo ante Dios.
En medio de mi día. No hay nada que temer. No estoy solo, aunque a veces
pueda tener sensación de abandono. Dios está conmigo. Me cuida, me sostiene.
Eso me da paz.
Pongo
en sus manos mis miedos. Los que conozco. Los que no percibo. Los miedos
inconfesables. El miedo a perder, a no llegar, a no conseguir. El miedo al
fracaso y a la vida. El miedo a no poder añadir un solo día a mi vida. El miedo
a no tener con qué vestirme, qué comer, cómo vivir. Ese miedo tan humano.
Dios
no me abandona. Me sostiene en medio de mi día. En mi presente lleno de
posibilidades. Es lo que más me gusta del presente. Sólo ahí puedo influir con
mis decisiones. Puedo decidir cómo vivo el aquí y el ahora. Está en mi mano. Es
lo único que controlo. Mi sí ahora.
Dejo
de lado los agobios y tomo en mis brazos el afán de cada día. ¿Qué tengo
ahora entre manos? ¿Qué estoy amando ahora? ¿Qué me alegra el alma ahora? Miro
en lo hondo de mi alma. En lo más profundo de mi pozo. Veo el reflejo de Dios
sosteniéndome en mi presente.
Me
gusta enfrentar así la vida. Ya no temo ninguna cruz. Porque ya me he inscrito
en el corazón de Jesús. Allí he dejado mis miedos, mi nombre, mi camino. Allí
he puesto mis agobios y Dios se los ha quedado. Tengo más paz para mirar mi
vida.
Es
sanador vivir el presente. Me ayuda a vivir sin agobios. Tengo miedo, lo
siento, lo reconozco. Pero me deshago de ese miedo poniéndolo en el
corazón de Jesús. En su herida abierta. Me inscribo allí donde Jesús abrió una
grieta en la roca.
Me
adentro en Él para ser capaz de vivir mi vida desde sus sentimientos.
Abandonándome en sus manos de Padre. Colgado a su cuello como la oveja al
cuello del pastor. Sostenido en su fuerza que saca lo mejor de mí y calma
mi alma inquieta. Así descanso.
CARLOS PADILLA ESTEBAN
Fuente:
Aleteia