¿Qué
podemos pedir en nuestras oraciones? ¿Qué podemos hacer para que no sirva a
nuestra codicia? Para aprender a canalizar nuestros deseos, es necesaria la
virtud de la templanza
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Jacob Lund | Shutterstock |
Según una cierta etimología latina (precaria,
precario) rezar es exponer a Dios nuestra precariedad:
“Señor,
el que tu amas está enfermo” (Juan 11:3).
Es decir con
el salmista:
“Tu,
Señor, conoces todos mis deseos” (Salmo 38:10).
Ciertamente, los
deseos de los hombres están mezclados y confundidos. Sin
embargo, ya sea que se expresen en un clamor violento o en murmullos
humillados, llegan a Dios. La Escritura afirma esto:
“Este
pobre hombre invocó al Señor: él lo escuchó y los salvó de sus angustias”
(Salmo 34:7).
Cada queja de
los pobres, sea quien sea el destinatario -designado o no- de su grito, es una
oración.
En las
Memorias de ultratumba, Chateaubriand cuenta este pasaje de su adolescencia
cuando había abandonado toda práctica religiosa. La propia fe parecía haberlo
abandonado. “Sin embargo -escribe-, recé, porque sufrí y el sufrimiento reza”.
Pero aunque
todos los deseos del hombre dependen de Dios, no todos son legítimos. “O
bien, piden y no reciben, porque piden mal, con el único fin de satisfacer sus
pasiones”, dice Santiago (4:3).
Por la virtud
cardinal de la templanza, dirigimos, purificamos y controlamos nuestros deseos.
La templanza orienta correctamente nuestra oración
Es muy difícil saber qué preguntar porque
es igual de difícil saber qué es realmente bueno para nosotros o para los demás.
¿Quién nos enseñará a ordenar los deseos culpables que cultivamos más o menos
secretamente y la legítima expectativa que existe en nosotros?
Al dominar
nuestras pasiones terrenales, la templanza orienta correctamente nuestra
oración, ya que rezar no es someter Dios a nuestros deseos o hacerle cambiar de
opinión.
Dios es inalterable. No hay en Él “cambio ni sombra de declinación”
(Santiago 1:17). El propósito de nuestra oración no es cambiar el plan de Dios,
sino obtener lo que Él ha decidido darnos, a través de esta oración.
A menudo se
menciona la siguiente imagen.
El que reza
es como un hombre en un barco. Su oración es como una cuerda que envía para
alcanzar la roca. Dios es esa roca. El hombre tira de la cuerda que está sujeta
a la roca. ¿Qué sucede? Es el hombre del barco el que se mueve, no la roca.
Así que nuestra oración no cambia a Dios,
pero sí a nosotros que
rezamos. Nos acerca a Dios, como el hombre del barco se acerca a la roca
mientras tira de la cuerda. Somos nosotros los que nos transformamos con
nuestras oraciones de petición.
El Padrenuestro, escuela del deseo
La oración no es para informar a Dios, sino
para educarnos. No pretendemos dar a conocer al Padre celestial lo que
necesitamos. Él lo sabe mucho mejor que nosotros: “el Padre que está en el
cielo sabe bien qué es lo que les hace falta, antes de que se lo pidan”, dice
Jesús (Mateo 6:8).
Por otra
parte, al repetir el Padrenuestro, reorientamos nuestras vidas en la dirección
de lo que es legítimamente deseable, ponemos nuestra mirada en lo esencial y
nos convencemos de la inmensa bondad de Dios que nos concede lo que le pedimos.
Ya lo dijo
San Agustín: “Si
rezamos de manera correcta y adecuada, no podemos decir nada más que lo que
contiene esta oración del Señor”.
A la inversa,
en el Padrenuestro está consagrado todo lo que podemos desear legítimamente. En
esta breve fórmula, todo lo que se nos permite esperar está contenido.
Por eso el
Padrenuestro no sólo es la oración perfecta a la que debemos aspirar como
modelo, sino también, en cierto modo, el guardián de toda oración.
Él endereza y
rectifica todas nuestras peticiones. Nuestra oración debe ser recta -escribe
santo Tomás de Aquino-, es decir, debe hacernos pedir a Dios los bienes que nos
convienen.
La rectitud
de nuestra oración está ligada a la rectitud de nuestra fe y nuestra vida: lex
orandi, lex credendi, lex vivendi (forma de rezar, forma de
creer y forma de vivir se reflejan mutuamente).
Por el padre Guillaume de Menthière
Fuente:
Aleteia