En la pandemia de coronavirus y en cualquier circunstancia de
la vida podré perder muchas batallas, pero Él me garantiza la victoria final
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Dubova | Shutterstock |
En
la vida me cuesta tanto obedecer… Hacer lo que otros me piden. Cambiar mis
planes por otros planes distintos. Aceptar que eso que me exigen tiene sentido,
aunque yo no lo vea.
No me cuesta mucho hacer
algo cuando yo también lo veo claro, cuando creo en ello. En ese momento tiene
todo un sentido y parece fácil obedecer a otros.
Pero obedecer sin entender,
sin estar de acuerdo, sin comprender el sentido último de lo que me piden,
¡cuánto cuesta! La obediencia seca y dura tiene exigencias
y renuncias que duelen en el alma. Todo eso es lo que más me cuesta.
Aceptar que Dios
me habla a través de una orden, de un mandato incomprensible, de una
prohibición que me duele. Me marcan un camino que yo no deseo, porque no es el
que pensaba recorrer.
Cambiar
mis planes es muy difícil, por mi rigidez mental. Inicio una
nueva senda y me siento forzado a ello. Obedecer duele. Dejar mis planes.
Quizás
he pensado que el sentido de la vida es prosperar, llevar una vida cómoda,
salir del paso a circunstancias difíciles.
Me he acostumbrado a tener
de todo, y siempre, y poder hacer lo que yo quiero. Sin límites a mis pasos y a
mis deseos. Sin límites forzados por ninguna enfermedad contagiosa. Me he
acostumbrado a que todo salga bien. El otro día leía en un artículo de José F.
Peláez:
“Nos
hemos acostumbrado a que la prosperidad era exigible, que tenemos derecho a
Instagram, a un móvil, a una renta garantizada. Nos hemos creído que la muerte
no existe, que lo normal es vivir, disfrutar de una vida larga, segura, feliz y
próspera”.
Sí, me he
acostumbrado a decidir, a salir, a hacer. Me he habituado a controlar el futuro
sin cambios previsibles. Un día igual al otro. Un mes como el siguiente, o
mejor.
Y
súbitamente se para la vida y todo es incierto. Llueven lágrimas y dolor. Y
todo parece oscuro. Un futuro lleno de nubes. Una noche que parece no
amanecer.
Pero ¿acaso ha vencido
alguna vez la noche al amanecer? Una médico me comenta:
“En
estos días Dios me hace ver lo frágiles que somos y lo efímero de nuestra vida.
Y eso me hace valorar todas las alegrías que el Señor me ha dado. Mis hijos, mi
salud, mis dos manos para trabajar para poder acompañar a quienes se van y a
sus familias. Dios es generoso y fiel. Intento
ver en cada persona que pone delante de mí, la bondad y la fidelidad de Dios. Y
rezo y lloro la pérdida, la mía y la de mis pacientes, y sigo adelante. Y
espero que haya un mañana más luminoso. En medio del dolor de tantas personas.
Él nos sana. En medio de mis
problemas personales, que no son nada comparado con el dolor que estoy viendo,
me doy cuenta lo fácil que es caer en la dinámica de
mirar sólo hacia nuestro dolor y no ver más allá. Estoy cansada de
llorar, de esperar, de soñar con una vida que no será. Estoy
cansada de centrarme en mi dolor y perderme
a mí misma. Quiero seguir adelante, por mí, por mis hijos,
porque sé que Dios quiere que lo haga. Y rezo y lloro. Y confío”.
Me conmueve su mirada. Me he
acostumbrado a tenerlo todo. A usar la vida y tirarla a un lado cuando la
agoto, cuando ya no me da nada.
Me he
acostumbrado a abrazar sin ganas, a saludar sin énfasis. Me he acostumbrado a
vivir mis días sin pasión, sin fuerza. La
rutina bendita, o maldita, depende de mi mirada.
Me he acostumbrado a contar
con el hoy, con el mañana, con la vida de los que quiero. Me he acostumbrado a
vivir de una manera y no deseo la obediencia.
No puedo salir de casa. No
puedo saltarme las distancias que me separan de mi hermano. Ni tocar, ni vivir
la ternura. Me he acostumbrado a tantas cosas que ahora me faltan.
Y me
queda sólo lo importante entre mis dedos, lo que de verdad vale, lo que cuenta.
En
medio de la incertidumbre de la noche corro el riesgo de perder la alegría y llegar a pensar que
mi vida ahora no tiene sentido.
Corro
el peligro de creer que todo volverá a ser igual, o tal vez no, ya no importa. Comienzo a
darme cuenta del valor de las cosas verdaderas. La amistad más pura, el vínculo
de sangre que es un abrazo, el afecto expresado, no guardado.
Y aprecio que hay un
Dios escondido detrás de todo esto.
No como ese Dios culpable al
que poder increpar cuando no me sonría la suerte. Sino como ese Dios amigo,
peregrino a mi lado, Aquel que me mira sufriendo en mi dolor, conmovido en mi
angustia.
Ese Dios que necesita mi
mirada para seguir mirándome. Y busca mi abrazo silencioso. Ese Dios que quiere
que no desfallezca nunca, que persevere, que agradezca siempre, que luche hasta
dar mi último aliento en una guerra que nunca termina.
Podré perder muchas
batallas, pero Él me garantiza la victoria final, eso me sostiene. Me
quedo con lo realmente importante. Dejo de dar por hecho que siempre
estarán mis seres queridos para celebrar la siguiente fiesta.
No cuento con el mañana para
vivir tranquilo el presente. Quizás Dios me está haciendo ver ahora que lo
único que tengo entre mis dedos es el momento, el aquí y el ahora, las sonrisas que doy,
las que recibo.
Me hace ver que las palabras
que me guarde nunca más serán dichas. Y los abrazos que evite nunca más podré
darlos. Me está haciendo ver que no puedo contar con lo que no poseo y no puedo
dejar de dar gracias por lo que ya he vivido.
Porque nada
es seguro ni evidente. Ni la salud que hoy poseo. Ni la vida que hoy disfruto. Ni
las personas vivas a mi lado. Todo es efímero. Todo pasa.
Y miro conmovido a ese Dios
que hoy me mira en mi renuncia. Me
sonríe, para que confíe, para que luche.
Carlos
Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia