El único
antídoto está en vivir en el presente, centrados sobre lo que tenemos que hacer
hoy
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Luca Lorenzelli | Shutterstock |
La incertidumbre y la imprevisibilidad provocada por el COVID-19 han surgido para trastornar la vida de millones de personas. Una preocupación permanente sobre el futuro ocupa ahora la mente de todos. ¿Cómo avanzar y continuar viviendo más allá de estos miedos?
El miedo es un término genérico
muy amplio para designar diversas nociones. Es una
reacción natural y psicológica, a veces de gran utilidad. Primero, es un
reflejo de supervivencia que viene de nuestro lado animal. Nos salva la vida
cuando nos hace correr para escapar de un peligro. También es un estimulante
que nos mantiene en alerta. Puede también paralizarnos o hacernos realizar
actos insensatos. A un nivel más profundo, el
miedo provoca inquietud, sobre todo en relación al futuro y a todo
aquello que no controlamos. Sin embargo, es posible superarlo.
Para entender este
sentimiento en Aleteia hemos consultado al fraile
Alain Quilici, prior
del convento de los dominicos de Toulouse, Francia.
–
¿Cómo se lucha contra el miedo por el futuro?
Sentimos
miedo de lo desconocido y, por tanto, del futuro. El rechazo de la enfermedad y
de la muerte, inscrito en nosotros de forma instintiva, sigue siendo un temor
esencial. Se nos incita a gestionar esas angustias a través de seguros (de
jubilación, de incendios, de robo, de enfermedad), a multiplicar las garantías
contra todos nuestros temores bajo el pretexto del realismo. Sin embargo, la
inseguridad sigue siendo la misma: todas esas precauciones nunca podrán protegernos
al 100 % del peligro.
El
único antídoto está en vivir en el presente, centrados sobre lo que tenemos que
hacer hoy.
San Luis de Gonzaga decía:
“Si me anunciaran mi muerte inminente, continuaría jugando si fuera la hora de
jugar”. Eso es lo que Cristo nos invita a practicar en el Evangelio: “No se
inquieten por su vida (…). Miren los pájaros del cielo: ellos no siembran ni
cosechan, ni acumulan en graneros, y sin embargo, el Padre que está en el cielo
los alimenta”.
–
Cuando Cristo nos dice “No se inquieten”, ¿de qué quiere liberarnos?
De
todos nuestros miedos humanos, los más naturales. Cristo nos conoce
íntimamente. Y en el Evangelio, los llamamientos a la paz del corazón son
frecuentes. Los apóstoles en la barca, durante la tempestad, tenían buenos motivos
para temblar. Todos esos temores son legítimos. Jesús no reprocha nada, más
bien al contrario, quiere apaciguarnos. Como una madre que dice a su pequeño:
“No tengas miedo, estoy aquí”.
La acción de Dios, tal como
nos la revela Cristo, es una acción tranquilizadora. El Señor, que invita al
hombre a no atemorizarse, se revela como maestro de los acontecimientos que nos
amenazan. Él es más poderoso que ellos. Vela por nosotros. No se trata de una
invitación humana a dominarse por la mera voluntad, sino una incitación a
confiar en Él. Este es el combate del creyente.
El
remedio para el miedo es ponerse en manos del Señor. San Juan Pablo II
retomó este mandato en otro contexto, el de los miedos de nuestras sociedades:
“No tengáis miedo de los demás, no tengáis miedo de ser vosotros mismos. ¡Sed
libres!”.
–
¿Esta petición de Cristo es realista? ¿Podemos estar tranquilos?
Cristo
no suprime el miedo visceral ni la muerte, sino que los transforma ambos. Él
venció a la muerte, que pasó a convertirse en la puerta de entrada a la vida
eterna. El mártir tiene miedo, seguro, pero confía en Dios. Santo Tomás Moro,
en sus cartas desde la prisión a su hija, habla mucho de su
angustia ante la muerte pero, cuando llega al cadalso, encuentra fuerzas para
decir con humor a su verdugo: “Le doy las gracias ahora por hacer su trabajo
porque después me resultará más difícil”.
– ¿El
santo no elude el miedo?
Jesús
mismo, en su agonía, tuvo miedo. Los santos y los mártires tienen
confianza en la enseñanza del Señor: “No teman a los que matan el cuerpo…” (Mt 10,28). El Evangelio es un gran
libro de consuelo. Lo vemos en las Parábolas. Aunque Dios es un maestro
exigente, también es consolador.
– ¿Qué
podemos temer legítimamente?
Traicionar
a Dios, pecar, no ser fieles a sus enseñanzas, a esto debemos tener miedo. Recordemos a
san Luis y las recomendaciones que hizo a su hijo en su lecho de muerte:
“Guárdate ante todo del pecado mortal”, el que cometemos sabiendo que nos aleja
de Dios definitivamente si nunca pedimos perdón. “Teman más bien a aquel que
puede arrojar el alma y el cuerpo a la Gehena [al Infierno]”, dice Mateo.
El miedo al tentador es un
miedo salvífico que nos mantiene alerta. Debemos ser vigilantes ante las
tentaciones, entre las que el orgullo es la mayor de todas. Distingamos bien
prueba de tentación: el diablo quiere arrastrarnos al mal y hacernos caer,
mientras que Dios permite que afrontemos pruebas para hacernos crecer. Como los
exámenes a los que se somete el estudiante para pasar al curso superior.
Contra
un adversario espiritual hay que utilizar armas espirituales para situarse en
el terreno justo del combate que debemos afrontar:
- hacer la señal de la cruz en un momento en que la lucha se vuelva demasiado cruda,
- confiarse a la oración de la Virgen María,
- decir un rosario,
- hacer un camino de la cruz,
- privarse
de un placer inútil…
Florence
Brière-Loth
Fuente:
Aleteia