El sacramento de la penitencia concierne a todos los pecados
pero, ¿de verdad hay que confesarlos todos?
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| Philippe Lissac / Godong |
En una catequesis, el sacerdote pregunta: “Para
hacer una buena confesión, ¿por dónde hay que empezar?”. “Hay que comenzar por
cometer pecados”, responde un niño, muy seguro de sí mismo…
Admitiendo
esto (!), ¿qué hacer a partir de ese momento con nuestros pecados? ¿De verdad
hay que admitirlos todos en la confesión? Propondría al lector tres
reflexiones.
Confesión de los pecados graves
El objetivo de nuestra vida es la comunión
de amor con Dios. Esta comunión nos es dada por la gracia bautismal y el apoyo
permanente de Dios que llamamos “gracia actual”. Fuente de alegría y de paz, esta intimidad
puede, no obstante, verse rota por el pecado.
Quien quiera entonces reconciliarse con
Dios y con la Iglesia, debe demostrar una auténtica contrición y “confesar
al sacerdote todos los pecados graves que no ha confesado aún y de los que se
acuerda tras examinar cuidadosamente su conciencia” (Catecismo
de la Iglesia Católica § 1493).
Así que lo
que hay que confesar en el sacramento de la reconciliación son los pecados
“graves”, aquellos que rompen la comunión de amor con el Señor.
Para que haya
“pecado grave” (mortal), son necesarias tres condiciones:
- Una violación de los mandamientos de Dios en materia grave;
- Una clara consciencia de la gravedad del acto;
- Una libertad plena.
No obstante, cabe señalar que una
consciencia nublada por el hábito o la negativa a reconocerlo no reduce la
gravedad de la falta.
Confesión de los pecados “veniales”
Llegamos a la segunda reflexión, colocada
bajo la luz del amor infinito de Dios. Algunos pecados, sin romper la comunión
con Dios, manifiestan un enfriamiento de la caridad.
Son actos u
omisiones que no ponen en duda la orientación fundamental de nuestra voluntad
hacia el Señor, pero que nos distancian poco a poco de su presencia.
Si
consideramos la extrema sensibilidad del corazón de Dios, esos pecados no
carecen de importancia. Para utilizar un símil, ¡un grano de polvo en el ojo es
más doloroso que una carretilla de arena vertida sobre un pie!
La Iglesia
nos invita a confesar también estos pecados llamados “veniales”, en la medida
en que hieran al Señor.
Además, “la
confesión habitual de los pecados veniales ayuda a formar la conciencia, a
luchar contra las malas inclinaciones, a dejarse curar por Cristo, a progresar
en la vida del Espíritu” (Catecismo de la Iglesia Católica § 1458).
Cuidado con ponerse uno mismo en primer lugar
La última reflexión va más lejos aún. Puede
suceder que nuestra forma de vivir, sin ser necesariamente pecaminosa, revele a
pesar de todo un cierto desorden: poniéndonos a nosotros mismos en primer
lugar.
San Pablo nos
dice: “Ya
sea que coman o beban o hagan cualquier otra cosa, háganlo todo para la gloria
de Dios”. (1 Co 10,31). ¡Hay tantas cosas que realizamos
por hábito para nosotros mismos primero y no para la gloria de Dios!
Lo que Dios
desea ante todo es que lo honremos en toda circunstancia. En este sentido,
¡saber usar todas las cosas para su gloria es más perfecto que privarse de
muchas cosas!
Por último,
se trata de emprender una inversión interior completa de nuestros pensamientos
y de nuestras acciones para que, en todo, Dios tenga el primer lugar.
Por el padre Nicolas Buttet
Fuente:
Edifa






