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Pascal Deloche | Godong |
Aun bautizado, el cristiano no ha sido liberado de las debilidades
de su naturaleza humana: no siempre es fiel a las promesas de
su bautizo y a menudo comete faltas. Esta inclinación al pecado se mantiene en
él.
Jesús nos llama a la conversión. Este esfuerzo de conversión que
tenemos que practicar “no es únicamente una obra humana”, recuerda el Catecismo
de la Iglesia católica (nº 1428).
“Convendría (pues) insistir más bien sobre el segundo sentido de
la palabra poena”,
explica el padre Matthieu Rouillé d’Orfeuil, jefe de estudios del seminario
francés de Roma.
“La penitencia expresa la tristeza de haber pecado, con el fin de reencontrar
la alegría de la salvación”.
Ruda para algunos, la penitencia no está muy de moda. La Cuaresma
es la ocasión de desempolvar esta noción clave de la vida cristiana.
Un esfuerzo esencial, invisible,
pero concreto
“La llamada de Jesús a la conversión y a la penitencia no tiene
por primer objetivo las obras exteriores, “el cilicio y la ceniza”, los ayunos
y las mortificaciones, sino la conversión del corazón y la penitencia interior”
recuerda el Catecismo (nº 1430).
“No son las penitencias visibles las más importantes, sino las
penitencias que vienen del fondo del corazón”, subraya la hermana Philippine,
religiosa de la familia misionera de Nuestra Señora y responsable del hogar del
Grand Fougeray (cerca de Rennes).
Por otro lado, insiste, “la penitencia, para un cristiano, no
tiene, normalmente, nada de extraordinario, menos todavía de extravagante.
Tampoco es insuperable. Consiste en vivir humildemente las
vicisitudes de esta vida aceptando lo que puede comportar de penas,
pequeñas o grandes”.
Soportar
Muy a menudo, la penitencia se nos presenta sin que la tengamos
que buscar: “Un cónyuge que nos irrita, unos niños que nos cansan, un plato
demasiado hecho, una avería doméstica, una migraña, un embotellamiento que
ralentiza nuestro viaje, etc. son otras tantas ocasiones de conversión”,
recuerda el abad Marc Vaillot, autor de Amar es…Pequeño libro del amor verdadero.
Y precisa: “La teología clásica enseña que el acto principal, el
más difícil, de la virtud de fuerza de voluntad es la de resistir a
lo que nos cae encima más que de emprender arduos esfuerzos”. La paciencia es
pues un esfuerzo esencial, invisible, pero concreto.
Las tres formas de penitencia
Si la Escritura y los Padres de la Iglesia insisten sobre todo en
las tres formas de penitencia que son el ayuno, la oración y la limosna, es
para “experimentar la conversión en relación con Dios y en relación con los
otros”, recuerda el Catecismo de la Iglesia católica (nº 1434).
Y esto puede traducirse en esfuerzos en los que no habríamos
pensado espontáneamente. Para el abad Marc Vaillot, “el ayuno concierne
también la inteligencia y la voluntad, no solamente el estómago: claro que
podemos tomar un terrón de azúcar en vez de dos, una o dos onzas de chocolate
en vez de cuatro; pero el ayuno también puede ser abstenerse de ser insolente
con los padres, de encolerizarse sin razón, etc.”.
Igual que con la oración: “En Cuaresma,
podemos decir tres Avemarías más que de ordinario, pero podemos ir más lejos y
vivir esta penitencia recogiéndonos mejor en la misa, enviando flechas de amor
a Dios mientras caminamos por la calle (oraciones jaculatorias), no
olvidándonos de decir una oración antes de acostarnos,…”. La oración no se
limita a algunos momentos exclusivos, sino a cada instante de la jornada.
¿Y la limosna? ¿No es inmediata su realidad? “Hacer
limosna, responde nuestro interlocutor, es también hacer una sonrisa a una
persona que no es forzosamente nuestro mejor amigo, es intercambiar dos minutos
con un sin techo cuando no tenemos dos euros en el bolsillo, es desear un
cumpleaños feliz a tu suegra… Ya que la limosna es la donación constante de sí
mismo y no solamente el óbolo de algún dinero”.
La penitencia, un acto de amor y
no una carga
A pesar de la dulzura maternal de la Iglesia y la sabiduría de sus
pastores, la penitencia sirve, a pesar de todo, a menudo de espantajo. Tiene en
cualquier caso mala prensa. “¡Es un acto de amor, no una película de terror!”,
advierte el abad Armel d’Harcourt.
“No hay que considerarla como una carga, sino como la respuesta
libre al amor de Jesús que se ofreció en la cruz por
nosotros”, afirma.
Y añade: “La penitencia no es un castigo de Dios: tiene un aspecto
alegre, de amor filial por el cual sabemos que, a pesar de todo su poder, Dios
nos permite participar en la salvación”.
La penitencia procede, pues, del esfuerzo amoroso e invita a
volver al Padre de todo corazón. “El objetivo –advierte el padre Matthieu
Rouillé d’Orfeuil- es la caridad: amar mejor a Dios y al prójimo”.
Es pues en función de este único objetivo, más que en una ascesis
individualista efectiva, que hay que elegir las penitencias a practicar.
“Cuanto más amor tenemos por Dios, más nos implicamos de corazón a convertirnos
y a hacer obras de penitencia”, subraya la Hermana Philippine.
“El esfuerzo penitencial debe, por tanto, antes que nada, ser
preparado y ser llevado en la oración, aconseja el padre Rouillé d’Orfeuil.
Aceptaré así recibir, en la muerte y la resurrección de Jesús, el
progreso espiritual que necesito y que pido. Con un poco de buena voluntad,
aceptaré dejarme transformar por Cristo, de la manera que Él querrá hacer
realidad la oración que Él me inspira”. ¿Un poco de buena voluntad? Todo parece
dicho…
Fuente: Edifa