Cuidado: querer encerrar y aprisionar nuestra vida y nuestra experiencia de Dios nos deja inmóviles
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Cuando recorremos un camino o
peregrinamos, inevitablemente tenemos que decidir, más o menos conscientemente,
la dirección en la que queremos ir. Esto también pasa en la vida. Pero cada vez
más vemos una tendencia generalizada a retrasar las decisiones.
Al final preferimos que los
demás, la realidad o el tiempo elijan por nosotros. De esta manera parece
que nos hemos liberado del peso de la responsabilidad.
El horizonte está delante de
nosotros, pero no tenemos el coraje de zarpar.
El riesgo es que la vacilación se
convierta en la norma y al final dejemos de vivir.
Más grave aún es que, al posponer
decisiones, las consecuencias recaigan en la vida de otros.
Hora de volver a decidir
En la Cuaresma hacemos propósitos, nos determinamos a hacer
algunas cosas por Jesús, por nosotros mismos y por los demás.
Este es un tiempo de volver
a decidir, es un tiempo para revisar lo que hemos vivido e ir hacia adelante.
En el Evangelio se nos muestra
como Jesús comienza a perseguir su meta: realizar el plan de salvación del que
se ha hecho cargo.
“Sucedió que como se iban
cumpliendo los días de su asunción, él se afirmó en su voluntad de ir a
Jerusalén».
Lc 9,51
Sabemos por experiencia, que,
aunque ya hayamos tomado una decisión importante, tarde o temprano la vida nos
pedirá que seamos aún más conscientes de ella.
Esa decisión inicial debe
enfrentar la prueba de la realidad y del tiempo. Debe enfrentar el momento
de la acción.
Es necesario mirar hacia
atrás, revisar el camino que hemos recorrido y decidir si volver
sobre nuestros pasos o avanzar hacia la meta que hemos elegido.
Salir o cerrar
Cada vez que nos enfrentamos a
una decisión nos encontramos con la oposición entre salir y encerrarnos.
Jesús habla de su éxodo a
Jerusalén. De hecho, decidir significa salir de los propios miedos,
salir de las propias certezas, salir de uno mismo para encontrarse con la
realidad, incluso implica salir hacia la muerte.
De hecho, puede ocurrir que
vivamos toda nuestra vida en una choza, quizás cómoda, pero que puede
convertirse en una trampa.
Querer encerrar y aprisionar
nuestra vida y nuestra experiencia de Dios nos deja inmóviles, acostumbrados y
arrutinados.
La experiencia de nuestra vida,
la experiencia con Cristo es una experiencia viva, siempre nueva, que no puede
ser retenida ni fijada de ninguna manera.
Comprometerse es para siempre
Jesús al decidirse ir a
Jerusalén se dispone a cumplir la voluntad de su Padre. En Él se
cumple la Alianza.
Dios se compromete de una vez por
todas con nosotros, asumiendo sobre sí el precio de su unión con la humanidad;
y lo hace para siempre.
Las decisiones importantes de
nuestra vida implican comprometerse, estar dispuestos a mantenerse y perseverar.
Oscuridad e incertidumbre
El momento de la decisión y del
compromiso no está exento de oscuridad e incertidumbre.
Si es cierto que la oscuridad
esconde, también descubrimos que a través de ella es posible escuchar la
voz del Padre que tranquiliza y confirma.
Cada uno de nosotros está
cruzando caminos inciertos. Tal vez estamos buscando seguridad y estabilidad, o
tal vez se abre ante nosotros un camino de conversión y de transformación.
Incluso en la oscuridad de una
nube que nos envuelve, cada instante puede convertirse en el lugar de
transfiguración, aquel en el que Dios nos muestra su verdadero rostro.
Es la luz que emana de su rostro
transfigurado la que nos permitirá reconocer el camino.
“Incluso en la noche más oscura,
Jesús es la luz que nunca se apaga. San Agustín resume este misterio con una
expresión muy bella. Dice: «Lo que para los ojos del cuerpo es el sol que
vemos, lo es [Cristo] para los ojos del corazón» (Sermo 78, 2: pl 38,
490)”.
Benedicto XVI
Luisa Restrepo
Fuente: Aleteia