Este viernes tuvo lugar en el Aula Pablo VI del Vaticano la quinta y última meditación de Cuaresma dirigida por el cardenal Raniero Cantalamessa al Papa y a la Curia romana, bajo el título Os he dado ejemplo
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Cardenal Cantalamessa en su última meditación de Cuaresma. |
Estas palabras de Jesús durante la Última Cena sirvieron al predicador de
la Casa Pontificia para explicar en qué consiste el "servicio" en la
Iglesia, y en particular el de sus pastores.
El servicio, ley fundamental
"¿De qué nos dio ejemplo?", se preguntó. El gesto del
lavatorio de los pies es "una parábola en acción" con la cual Nuestro
Señor quiso "resumir todo el sentido de su vida" como
"servicio a los hombres". De esta forma, el servicio quedó
elevado a "ley fundamental" de la Iglesia, "o, mejor, a estilo de vida y a modelo de todas las relaciones en
la Iglesia".
Ahora bien, precisó, "el servicio no es, en sí mismo, una virtud", sino
"una condición de vida o una forma de relacionarse con los demás", y
por tanto moralmente neutra si no atendemos a las "motivaciones" y a
la "actitud interior" con las que se presta: "El servicio no es
una virtud, sino que brota
de las virtudes y, en primer lugar, de la caridad... Es una
participación y una imitación de la acción de Dios".
Cristo es, evidentemente, el modelo, pues "desde el momento de la
encarnación, no hizo más que descender, descender, hasta ese punto extremo, cuando le
vemos de rodillas, en el acto de lavar los pies a los apóstoles". Pero hay
que descender con "humildad", que es "la vía regia de
parecerse a Dios e imitar a la Eucaristía en nuestra vida".
Para saber cuándo estamos sirviendo con auténtico espíritu de
gratuidad y humildad, Cantalamessa propone una norma infalible: ver "cuáles son los servicios que
hacemos gustosamente y los que tratamos de evitar a toda costa" y
comprobar "si nuestro corazón está dispuesto a abandonar -si se nos pide-
un servicio noble, que da prestigio, por uno humilde que nadie apreciará".
Pues "los servicios más seguros son los que hacemos sin que nadie, ni
siquiera los que lo reciben, se den cuenta".
En ese sentido, hay que evita "el apego exagerado a las propias costumbres y comodidades",
porque "la regla del servicio sigue siendo siempre la misma: Cristo no
buscó complacerse a sí mismo".
Advertencia a los pastores de
almas
El cardenal Cantalamessa aplicó esta última regla a un caso
especial, "el servicio de los pastores", con una advertencia:
"El servicio de los hermanos, por importante y santo que sea, no es lo
primero y no es lo esencial; primero
está el servicio de Dios".
El servicio de los pastores está hoy amenazado por "el
peligro de la secularización",
a saber: "Dar por descontado que todo servicio al hombre es servicio
de Dios". El sacerdote debe tener claro que "no sirve a los hermanos
si les presta cien o mil otros servicios, pero descuida ese único que se tiene derecho a
esperar de él y que sólo él puede dar", que es el de "las cosas
que conciernen a Dios".
"Hay pastores que, de hecho, han vuelto al servicio de las
cantinas. Se ocupan de todo tipo de problemas materiales, económicos,
administrativos, a veces incluso agrícolas que existen en sus comunidades
(incluso cuando se podrían dejar perfectamente en manos de otros), y descuidan su verdadero e
insustituible servicio", denunció el predicador de la Casa Pontificia.
Y esto repertute en la predicación, porque "el servicio de la Palabra requiere
horas de lectura, estudio y oración. Si hay una queja general que circula
hoy entre los fieles en la Iglesia, es este: la insuficiencia, el vacío, de la
predicación. Muchos salen de la Misa disgustados por la homilía, secos, en
lugar de enriquecidos".
"La gente busca pan y a menudo se les da un escorpión, es
decir, palabras vacías y
manidas, palabras que no saben a Dios", lamentó en el último tramo de
esta meditación.
A
continuación ofrecemos el texto de la intervención
"Os he dado
ejemplo"
Nuestra meditación de hoy parte de una pregunta: ¿Por qué Juan, en
el relato de la Última Cena, no habla de la institución de la Eucaristía, sino
que habla, en cambio, del lavatorio
de los pies? ¿Precisamente él, que había dedicado un capítulo entero de su
evangelio a preparar a los discípulos para comer su carne y beber su sangre?
La razón es que en todo lo relacionado con la Pascua y la
Eucaristía, Juan muestra que quiere acentuar más el acontecimiento que el
sacramento, es decir, más el significado que el signo. Para él, la nueva Pascua
no comienza en el Cenáculo, cuando se instituye el rito que debe conmemorarla
(se sabe que la Última Cena de Juan no es una cena «pascual»); más bien, comienza en la cruz cuando
se realiza el hecho que debe ser conmemorado. Es allí donde tiene lugar el
tránsito de la Pascua antigua a la nueva. Por esto, subraya que a Jesús en la
cruz «no le rompieron ningún hueso»: porque así estaba prescrito para el
cordero pascual en el Éxodo (Jn 19,36; Ex 12,46).
El significado del lavatorio
de los pies
Es importante comprender bien el significado que tiene para Juan
el gesto del lavatorio de los pies que la iglesia se dispone a recordar en la
Misa del Jueves santo, junto con la institución de la Eucaristía. Nos ayuda a comprender
cómo se puede hacer, de la vida, una Eucaristía y así «imitar en la vida lo que
se celebra en el altar». Estamos ante uno de esos episodios (otro es el
episodio de la transfixión
del costado), en los que el evangelista deja entender claramente que debajo
hay un misterio que va más
allá del hecho contingente que podría, en sí mismo, parecer
insignificante.
«Yo —dice Jesús—, os he dado ejemplo». ¿De qué nos dio ejemplo? ¿De cómo deben lavarse
materialmente los pies de los hermanos cada vez que se sientan a la mesa?
¡Ciertamente no solo de esto! La respuesta está en el evangelio: «Quien quiera
llegar a ser grande entre vosotros sea vuestro servidor, y quien quiera ser el
primero entre vosotros sea esclavo de todos. En efecto, tampoco el Hijo del hombre
ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida como rescate por muchos»
(Mc 10,44-45).
En el evangelio de Lucas, precisamente en el contexto de la Última
Cena, se recoge una expresión de Jesús que parece pronunciada al concluir el
lavatorio de los pies: «¿Quién es más grande, quien está en la mesa o quien
sirve? ¿No es acaso el que está en la mesa? Sin embargo, yo estoy entre
vosotros como el que sirve» (Lc 22,27). Según el evangelista, Jesús dijo estas
palabras porque había surgido una discusión entre los discípulos sobre cuál de ellos
podía ser considerado el más grande (cf. Lc 22,24). Quizás fue precisamente
esta circunstancia la que inspiró a Jesús el gesto del lavatorio de los pies,
como una especie de parábola
en acción. Mientras que los discípulos están todos decididos a discutir
animadamente entre sí, él se levanta silenciosamente de la mesa, busca un
recipiente con agua y una toalla, luego regresa y se arrodilla ante Pedro para
lavarle los pies, arrojándolo, comprensiblemente, en la mayor confusión:
«Señor, ¿lavarme los pies tú a mí?» (Jn 13,6).
En el lavatorio de los pies, Jesús quiso como resumir todo el sentido de su vida,
para que quedara bien impreso en la memoria de los discípulos y un día, cuando
pudieran entender, entendieran: «Lo que yo hago ahora no lo entiendes, pero lo
entenderás más tarde» (Jn 13,7). Ese gesto, colocado al final de los
evangelios, nos dice que toda
la vida de Jesús, desde el principio hasta el fin, fue un lavatorio de los
pies, es decir, un servicio a los hombres. Fue, como dice algún exégeta,
una proexistencia, es decir, una existencia vivida en favor de los demás.
Jesús nos dio el ejemplo de una vida gastada por los demás, una
vida hecha «pan partido para el mundo». Con las palabras: «Haced también
vosotros como he hecho yo», Jesús instituye, por lo tanto, la diakonía,
es decir, el servicio,
elevándolo a ley fundamental, o, mejor, a estilo de vida y a modelo de todas
las relaciones en la Iglesia. Como si dijera, también con respecto al
lavatorio de los pies, lo que dijo al instituir la Eucaristía: «¡Haced esto en
memoria mía!»
En este momento debo hacer una pequeña digresión antes de
proseguir el discurso. Un padre antiguo, el beato Isaac de Nínive, daba este consejo a quien está
obligado, por el deber, a hablar de cosas espirituales a las que aún no ha
llegado con su vida: «Habla de ello —decía— como quien pertenece a la clase de los discípulos y no
con autoridad, después de haber humillado tu alma y de haberte hecho más
pequeño que cualquiera de tus oyentes»[1]. Este es el espíritu, Venerables
padres, hermanos y hermanas, con el que me atrevo a hablaros de servicio, a
vosotros que lo vivís día a día.
Recuerdo la observación en broma que nos hizo una vez el entonces
Prefecto de la Congregación de la Fe, el Cardenal Franjo Seper, a los miembros de la Comisión Teológica
Internacional: «Ustedes, teólogos —dijo sonriendo—, apenas habéis terminado de
escribir algo inmediatamente ponéis vuestro nombre y apellido. Nosotros, en la
Curia, debemos hacer todo de forma anónima». Es una cualidad del servicio
evangélico que me hace admirar y agradecer los muchos siervos anónimos de la Iglesia que trabajan en la Curia
Romana, en las Curias episcopales y en las Nunciaturas.
El espíritu de servicio
Volvamos al tema. Debemos profundizar en lo que significa
«servicio», para poderlo realizar en nuestra vida y no detenernos en las
palabras. El servicio no
es, en sí mismo, una virtud; en ningún catálogo de las virtudes o de los
frutos del Espíritu, como los llama el Nuevo Testamento, se encuentra la
palabra diakonía, servicio. De hecho,
incluso se habla de un servicio al pecado (cf. Rom 6, 16) o a los ídolos (cf. 1
Cor 6, 9), que ciertamente no es un buen servicio. Por sí mismo, el servicio es
algo neutral: indica una
condición de vida, o una forma de relacionarse con los demás en el
propio trabajo, un ser dependiente de los demás. Incluso puede ser algo malo,
si se hace por constricción (esclavitud), o solo por interés.
Todo el mundo habla hoy de servicio; todos dicen que están en
servicio: el comerciante sirve a los clientes; de cualquiera que ejerza una
tarea en la sociedad, se dice que sirve, o que está de servicio. Pero es
evidente que el servicio del que habla el Evangelio es otra cosa, aunque no
excluye en sí mismo, ni necesariamente lo descalifica, el servicio tal como lo entiende
el mundo. Toda la
diferencia está en las motivaciones y en la actitud interior con la
que se realiza el servicio.
Releamos el relato del lavatorio de los pies, para ver con qué
espíritu lo realiza Jesús y lo que le mueve: «Después de amar a los suyos que
estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13,1). El servicio no es una virtud, sino
que brota de las virtudes y, en primer lugar, de la caridad; más aún, es la
mayor expresión del mandamiento nuevo. El servicio es una forma de manifestarse
del agápe, es decir, de ese amor
que «no busca su propio interés» (cf. 1 Cor 13, 5), sino el de los demás, que
no está hecho de búsqueda, sino también de entrega. Es, en definitiva, una participación y una
imitación de la acción de Dios que, siendo «el Bien, todo el Bien, el
Bien Supremo», sólo puede amar y hacer el bien gratuitamente, no
interesadamente.
Por eso, el servicio evangélico, al revés que el del mundo, no es
propio del inferior, del necesitado, del que no tiene, sino que es propio, más bien, de
quien posee, de quien está puesto en lo alto, de quien tiene. Mucho se le
pedirá a quien mucho se le dio, mucho se le pedirá en términos de servicio (cf.
Lc 12,48). Por eso, Jesús dice que, en su Iglesia, «el que gobierna» es sobre
todo el que debe estar «como el que sirve» (Lc 22,26) y «el primero» es el que
debe ser «el siervo de todos» (Mc 10,44). El lavatorio de los pies —decía mi
profesor de exégesis en Friburgo, Ceslas
Spicq— es «el sacramento de la autoridad cristiana».
Junto a la gratuidad,
el servicio expresa otra gran característica del agápe divino: la humildad. Las palabras de
Jesús: «Debéis lavaros los pies unos a otros» significan: debéis prestaros los
unos a los otros los servicios de una caridad humilde. Caridad y humildad, juntas, forman
el servicio evangélico. Jesús dijo una vez: «Aprended de mí que soy manso y
humilde de corazón» (Mt 11,29). Pero, si lo pensamos bien, ¿qué hizo Jesús para
definirse a sí mismo como «humilde»? ¿Acaso escuchó hablar de sí de modo
modesto o habló en modo descuidado sobre sí mismo? Al contrario: en el mismo
episodio del lavatorio de los pies, él dice que es «Maestro y Señor» (cf. Jn
13,13).
Entonces, ¿qué hizo para definirse como «humilde»? ¡Se abajó,
descendió para servir! Desde
el momento de la encarnación, no hizo más que descender, descender, hasta
ese punto extremo, cuando le vemos de rodillas, en el acto de lavar los pies a
los apóstoles. Qué estremecimiento tuvo que correr entre los ángeles, al ver en
semejante abajamiento al Hijo de Dios, sobre el cual ni siquiera se atreven a
fijar su mirada (cf. 1 Pe 1,12). ¡El Creador está de rodillas frente a la
criatura! «¡Enrojece, ceniza soberbia: Dios se abaja y tú te levantas!», se
decía san Bernardo a
sí mismo[2]. Entendida de esta manera —es decir, como un rebajarse para servir—, la humildad es
verdaderamente la vía regia de parecerse a Dios e imitar a la Eucaristía en
nuestra vida. «Mirad, hermanos, la humildad de Dios —exclama san Francisco— y abrid
vuestros corazones ante Él; humillaos también para que Él os exalte. No
guardéis nada de vosotros para vosotros mismos, para que os acoja a todos quien
se da del todo a vosotros»[3].
Discernimiento de los
espíritus
El fruto de esta meditación debería ser una revisión valiente de nuestra vida (hábitos,
tareas, horas de trabajo, distribución y uso del tiempo) para ver si realmente es un servicio y si,
en este servicio, hay amor y humildad. El punto fundamental es saber si
servimos a los hermanos, o, por el contrario, usamos a los hermanos. Utiliza a
sus hermanos e instrumentaliza quien, quizás, se desvive por los demás, pero en
todo lo que hace no es desinteresado, busca, de alguna manera, la aprobación,
el aplauso o la satisfacción de sentirse, en su interior, en orden y
bienhechor. Sobre este punto, el Evangelio presenta las exigencias de una
radicalidad extrema: «Que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha» (Mt
6,3). Todo lo que se hace, conscientemente y con razón, «para ser visto por los
hombres», se pierde. «Christus non sibi placuit»:
¡Cristo no buscó complacerse a sí mismo! (Rom 15,3): esta es la regla del
servicio.
Para hacer el «discernimiento de los espíritus», es decir, de las
intenciones que nos mueven en nuestro servicio, es útil ver cuáles son los servicios que hacemos gustosamente y
los que tratamos de evitar a toda costa. Ver, además, si nuestro corazón
está dispuesto a abandonar —si se nos pide— un servicio noble, que da
prestigio, por uno humilde que nadie apreciará. Los servicios más seguros son los que hacemos sin que nadie, ni
siquiera los que lo reciben, se den cuenta, sino sólo el Padre que ve en lo
secreto. Jesús elevó a símbolo de servicio uno de los gestos más humildes
conocidos en su tiempo y que se solía confiar a los esclavos: lavar los pies. San Pablo exhorta: «No
aspiréis a las cosas que son demasiado altas, sino inclinaos ante las cosas
humildes» (Rom 12,16).
Al espíritu de servicio se opone el deseo de dominación, el hábito de imponer a los demás la propia
voluntad y la propia forma de ver o hacer las cosas. En definitiva, el
autoritarismo. A menudo,
quien es tiranizado por estas disposiciones no se da cuenta en lo más mínimo
del sufrimiento que causa y se sorprende al ver que otros no muestran
apreciar todo su «interés» y esfuerzos e incluso se sienten víctimas. Jesús
dijo a sus apóstoles que fueran como «corderos en medio de lobos», pero ellos
son, por el contrario, lobos en medio de corderos. Gran parte de los
sufrimientos que a veces afligen a una familia o a una comunidad se debe a la
existencia en ellas de algún espíritu autoritario y despótico que pisotea a
otros y que, bajo el pretexto de «servir» a los demás, en realidad «esclaviza»
a los demás.
¡Es muy posible que este «alguien» seamos precisamente nosotros!
Si tenemos un poco de duda al respecto, sería bueno que interrogáramos
sinceramente a quienes viven a nuestro lado y les diéramos la oportunidad de
expresarse sin miedo. Si resulta que nosotros también le hacemos la vida difícil, con nuestro carácter, a alguien,
debemos aceptar humildemente la realidad y repensar nuestro servicio.
Al espíritu de servicio también se opone, por otro lado, el apego exagerado a las propias
costumbres y comodidades. En definitiva, el espíritu de flojera. No puede
servir seriamente a los demás quien siempre intenta contentarse a sí mismos,
quien hace un ídolo de su descanso, de su tiempo libre, de su tiempo. La regla del servicio sigue siendo
siempre la misma: Cristo no buscó complacerse a sí mismo.
El servicio, hemos visto, es la virtud propia de quien preside, es
lo que Jesús dejó a los pastores de la Iglesia, como su legado más querido.
Todos los carismas, hemos visto, están en función del servicio; pero de modo
muy especial lo está el carisma de «pastores y maestros» (cf. Ef 4,11), es
decir, el carisma de la autoridad. ¡La Iglesia es «carismática» para servir y
también es «jerárquica» para servir!
El servicio del Espíritu
Si para todos los cristianos servir significa «no vivir ya para sí
mismos» (cf. 2 Cor 5,15), para los pastores significa: «no apacentarse a sí
mismos»: «¡Ay de los pastores de Israel que se apacientan a sí mismos! ¿No
deberían acaso los pastores apacentar al rebaño?» (Ez 34,2). Para el mundo,
nada es más natural y justo que esto, es decir, que quien es señor (dominus)
«domine», es decir, haga de dueño. Entre los discípulos de Jesús, sin embargo,
«no sea así», sino que quien
es señor debe servir. «No pretendemos ser dueños sobre vuestra fe —escribe
san Pablo—, sino que, por el contrario, somos colaboradores de vuestra alegría»
(2 Cor 1,24).
El apóstol san
Pedro recomienda lo mismo a los pastores: «No dominéis a las personas
que se os han confiado, sino haceos modelos del rebaño» (cf. 1 Pe 5,3). No es
fácil, en el ministerio pastoral, evitar la mentalidad del dueño de la fe; muy
pronto se insertó en la concepción de la autoridad. En uno de los documentos
más antiguos sobre el ministerio episcopal (la Didascalia Siriaca) encontramos ya una concepción que
presenta al obispo como el monarca, en cuya Iglesia nada se puede emprender, ni
por los hombres ni por Dios, sin pasar por él.
Para los pastores, y en cuanto pastores, es a menudo en este punto
donde se decide el problema de la conversión. ¡Qué fuertes y sinceras resuenan
aquellas palabras de Jesús después del lavatorio de los pies: «Yo el Señor y el
Maestro...!» Jesús «no retuvo ávidamente el ser igual a Dios» (Flp 2,6), es
decir, no tuvo miedo de comprometer su dignidad divina, de favorecer la falta
de respeto por parte de los hombres, despojándose de sus privilegios y
mostrándose al exterior como un hombre en medio de los demás hombres
(«semejante a los hombres»). Jesús vivió de modo sencillo; la sencillez fue siempre el
principio y el signo de una verdadera vuelta al Evangelio. Es necesario
imitar el obrar de Dios. No hay nada — escribe Tertuliano— que caracterice mejor el obrar de Dios, que el
contraste entre la sencillez de los medios y las formas externas con que
trabaja y la grandiosidad de los efectos espirituales que obtiene[4]. El mundo
necesita grandes aparatos para actuar e impresionar; Dios no.
Hubo un tiempo en que la dignidad de los obispos se expresaba con
insignias, títulos, castillos, ejércitos. Eran, como se suele decir,
obispos-príncipes, pero bastante más príncipes que obispos. La Iglesia vive
hoy, en este punto, una época que, en comparación, nos parece dorada. Conocí a
un obispo hace muchos años que encontraba natural pasar cada semana unas horas
en un asilo de ancianos, para ayudar a los ancianos a vestirse y a comer. Había
tomado a la letra el lavatorio de los pies. Yo mismo debo decir que he recibido de algunos prelados
los mejores ejemplos de sencillez de mi vida.
Sin embargo, es necesario preservar, también en este punto, una
gran libertad evangélica. La sencillez exige que no nos pongamos por encima de
los demás, pero tampoco
siempre y obstinadamente por debajo, para mantener, de una forma u otra,
las distancias, sino que aceptemos, en las cosas ordinarias de la vida, ser
como los demás. Hay personas —señala Manzoni agudamente— que tienen tanta humildad como
necesitan para ponerse por debajo de las buenas personas, pero no para estar en
igualdad de condiciones con ellas[5].
A veces, el mejor servicio no consiste en servir, sino en dejarse servir, como
Jesús que, en ocasiones, también sabía sentarse a la mesa y dejarse lavar los
pies (cf. Lc 7,38) y que aceptaba de buen grado los servicios que algunas
mujeres generosas y afectuosas le prestaban durante sus viajes (cf. Lc 8,2-3).
Hay otra cosa que es necesario decir sobre el servicio de los
pastores, y es esta: el
servicio de los hermanos, por importante y santo que sea, no es lo primero y no
es lo esencial; primero está el servicio de Dios. Jesús es ante todo el
«Siervo de Yahvé» y luego también el siervo de los hombres. Él les recuerda
esto a sus propios padres, diciendo: «¿No sabíais que debo ocuparme de las
cosas de mi Padre?» (Lc 2,49). No dudaba en decepcionar a las multitudes, que
acudían a escucharle y a ser sanados, dejándolas de repente, para retirarse a
lugares solitarios a orar (cf. Lc 5,16).
Incluso el servicio evangélico está amenazado hoy por el peligro
de la secularización.
Es demasiado fácil dar por descontado que todo servicio al hombre es servicio
de Dios. San Pablo habla de un servicio del Espíritu (diakonía neumatos)
(2 Cor 3,8), al que están destinados los ministros del Nuevo Testamento. ¡El
espíritu de servicio debe expresarse, en los pastores, a través del servicio
del Espíritu!
Quien, como el sacerdote, es llamado, por vocación, a este
servicio «espiritual», no sirve a los hermanos si les presta cien o mil otros
servicios, pero descuida
ese único que se tiene derecho a esperar de él y que sólo él puede dar.
Está escrito que el sacerdote «está constituido para el bien de los hombres en
las cosas que conciernen a Dios» (Heb 5,1). Cuando este problema surgió por
primera vez en la Iglesia, Pedro lo resolvió diciendo: «No es justo que
descuidemos la palabra de Dios para el servicio de las mesas... Nos dedicaremos
a la oración y al ministerio de la Palabra» (Hch 6,2-4).
Hay pastores que, de hecho, han vuelto al servicio de las
cantinas. Se ocupan de todo tipo de problemas materiales, económicos,
administrativos, a veces incluso agrícolas que existen en sus comunidades
(incluso cuando se podrían dejar perfectamente en manos de otros), y descuidan
su verdadero e insustituible servicio. El servicio de la Palabra requiere horas de lectura, estudio y
oración. Si hay una queja general que circula hoy entre los fieles en la
Iglesia, es este: la
insuficiencia, el vacío, de la predicación. Muchos salen de la Misa
disgustados por la homilía, secos, en lugar de enriquecidos. Debe repetirse con Isaías: «Los miserables y los
pobres buscan agua, pero no hay» (Is 41,17). La gente busca pan y a menudo se
les da un escorpión, es decir, palabras vacías y manidas, palabras que no saben
a Dios.
Inmediatamente después de explicar a los apóstoles el significado
del lavatorio de los pies, Jesús les dijo: «Conociendo estas cosas seréis
bendecidos si las ponéis en práctica» (Jn 13,17). Nosotros también seremos
bendecidos, si no nos contentamos con saber estas cosas —es decir, que la
Eucaristía nos impulsa a servir y compartir—, sino que las ponemos en práctica,
a ser posible a partir de hoy. La Eucaristía no es sólo un misterio para ser
consagrado, para ser recibido y adorado, sino también un misterio para ser imitado.
Nos disponemos a conmemorar el acontecimiento cuyo sacramento es
la Eucaristía. Muchos ritos llenarán la Semana Santa, pero el culmen de todo
será la Eucaristía pascual cuando el Resucitado se haga presente entre
nosotros, gritando a su Padre y a su Iglesia: «¡He resucitado y siempre estoy
contigo!». Resurrexi et adhuc tecum sum! Él
está espiritualmente presente siempre y en todas partes del mundo, pero está
presente también realmente entre nosotros, con su cuerpo verdadero y su sangre verdadera, gracias al
sacramento de la Eucaristía que nos ha dejado como signo de alianza eterna.
©Traducido del original italiano por
Pablo Cervera Barranco.
Fuente: ReL