Cuando no me alegro con la alegría de los demás tengo que preguntarme qué me pasa. Si siento rabia o malestar al ver a otros felices tengo que cuestionarme: ¿Estará todo bien en mi interior?
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© Florencia Cárcamo |
Cuando no me alegra el éxito de
mi hermano. Cuando no valoro con paz y alegría lo bueno que le sucede en su
vida, puede ser que esté realmente enfermo mi corazón. En estos días de Semana
Santa es la envidia un sentimiento muy fuerte. Los fariseos no se alegran al
ver la popularidad de Jesús. Tienen miedo quizás, como si su fama fuera a poner
en peligro su posición y su prestigio. Desean su poder y le tienen envidia,
ellos no pueden hacer todos los milagros que Él hace y sus palabras no tienen
la vida que poseen las de Jesús.
¿Envidia? ¿Celos? ¿Miedo? Todo se
mezcla en el corazón
Envidio lo que no poseo y además
los éxitos de los cercanos ponen en peligro mis propios éxitos. Si mi vecino
logra lo mismo que yo deseo, ¿qué queda para mí? Resulta muy difícil alegrarse
con el éxito de mi compañero cuando yo he fracasado. O alegrarme con sus
victorias cuando yo he perdido.
No desean el éxito de ese Jesús
que cuestiona sus propias formas y maneras de vivir. Es diferente a ellos y
envidian su libertad, esa autoridad que emana de su mirada, de sus palabras. No
creen en Él y no lo aman. Sólo quieren su mal. Y es que la envidia y los celos
llevan al desamor, al rencor, a la rabia. Y el odio anida dentro de su pecho.
Decía el P. Kentenich: «De celos
se habla cuando se teme el perjuicio a raíz de tener que compartir con otros el
bien que se posee, por ejemplo, el amor de una persona, o bien, conocimientos,
poder, prestigio». Los celos abundan esos días en Jerusalén. Quieren matar a
aquel que pone en entredicho el poder de los fariseos. Es un peligro, una
amenaza.
Quiero mirar mi corazón en su
verdad
Muchos de estos sentimientos los
tengo yo. Leía el otro día: «Saca toda tu vergüenza», pedí a mi mente. Y Santo
Dios, qué horrores vi. Un desfile patético en que estaban todos mis fallos, mis
mentiras, mi egoísmo, mis celos, mi arrogancia. Pero los contemplé sin
pestañear. «Muéstrame lo peor», dije. Y al invitar a las peores unidades de
vergüenza a entrar en mi corazón, se quedaron paradas en el umbral, diciendo:
«No. A mí no querrás invitarme a entrar. ¿Sabes lo que he hecho?».
Y yo decía: «Sí que quiero
tenerte dentro. A pesar de todo sí que quiero. Hasta a ti te acojo en mi
corazón. No pasa nada. Te perdono. Formas parte de mí. Al fin podrás descansar.
Se acabó». Es un ejercicio difícil dejar entrar en mi corazón todo lo que no me
gusta de mí. Esos sentimientos enfermos que no me dejan vivir con paz y
alegría, son serenidad y libertad interior. Esa envidia, esos celos, esa rabia,
esa amargura.
Forman parte de mis pecados. Son
parte de mi debilidad. Quiero hacer ese ejercicio de reconocerme en mi
debilidad en esta Semana Santa. No soy tan puro como me gustaría, no tengo tan
buenos sentimientos. No siempre me alegra el bien de mi hermano, y lo bueno que
a otros les sucede es lo que yo quiero. Deseo lo que no tengo y temo perder lo
que poseo y me hace feliz.
La envidia me puede llevar al
odio y ese sentimiento me envenena. Reconocer que soy débil es el paso primero
para postrarme humillado ante Jesús este viernes Santo, al besar el madero de
la cruz en el que me entrega la vida. Y entonces me mira con misericordia, con
mucha paz. Sabe cómo soy y no se extraña de todo eso que a mí me sorprende. ¿En
qué momento de mi vida anidaron en mi alma sentimientos tan impuros?
El paso del tiempo ha dejado su
huella y quiero reconocerme en mi verdad total, no en esa verdad edulcorada que
intento vender. Yo siento envidia y tengo celos. Sufro al compararme y no soy
feliz cuando a otros les va mejor. Es parte de mi herida, de mi enfermedad. No
me escandalizo al verme como soy. No me turbo.
Jesús me conoce mucho mejor y me
mira como miró a la mujer adúltera, o a la mujer samaritana en el pozo, o a
Pedro esa noche en el que lo negó nada menos que tres veces, o a Judas cuando
lo besó aquella noche del huerto.
Sí, me mira sin condenarme,
aunque yo mismo me condene. No le importa mi juicio, Él no ha venido a
condenarme, sino a salvarme. Y entonces me doy cuenta de algo muy básico que
olvido. El cambio en mí sólo comenzará cuando sane en mi interior. Porque al
sanar, los sentimientos que tengo cambiarán y seré capaz de soñar más alto y
llegar más lejos. Y dejaré a un lado esos sentimientos malos que me enferman.
Pero la sanación sólo me puede
venir de ese madero, de esa cruz, de esa muerte terrible. Sólo Dios sana, yo no
puedo sanarme solo, sin Él. Sólo su amor me sana y construye por dentro.
Carlos Padilla Esteban
Fuente: Aleteia