Es relativamente fácil amar a Dios que nos ha dado a su propio Hijo para la salvación del mundo, porque todo viene de Él, pero aceptar la prueba es distinto
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Decía el Santo Cura de Ars que, amar
al Dios crucificado es un amor de gratitud, pero amar al Dios que nos crucifica
es un amor generoso. ¿A qué se refería el santo? precisamente a que estamos
acostumbrados a escuchar que «Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo
único para que todo el que cree en Él no muera, sino que tenga Vida eterna» (Jn 3,
16), una verdad tan extendida que ya no nos causa ninguna impresión. No
obstante, esta es una realidad tan enorme y sublime que la mente humana no
alcanza a entender la magnitud del sacrificio infinito del mismo Dios, y el
inconmensurable amor que nos profesa. Es como si se tratara de algo tan simple
como el apego que nos tiene nuestra mascota, por mucho que nos haga sentir bien
(a lo mejor con este ejemplo se comprenderá mejor).
Pues bien, los grande santos han
entendido que no se puede aspirar a nada mayor que llegar al cielo para
disfrutar de la Presencia de Dios, por eso lo aman sin reservas, y los hay
quienes han dado su vida de manera cruenta para nunca más perderla. Y
justamente ahí se engancha la segunda parte del pensamiento de San Juan María Vianney, cuando se refirió a ser
crucificados por ese Dios magnífico que nos quiere perfectos para ser dignos de
Él.